El inicio de la desescalada ha puesto al descubierto nuestras necesidades como hombres libres, del mismo modo que el principio del confinamiento puso de manifiesto nuestras preferencias como consumidores del apocalipsis. Nos sometimos al encierro esquilmando los supermercados de carbohidratos y papel higiénico. Y ahora nos adentramos en un régimen de semilibertad entregados al deporte y al barbero.
Si del acopio de víveres y celulosa se anticipaba el miedo al hambre, el pecado de la gula y una previsión higiénica de aguas mayores, de las colas de gente corriendo por las aceras y pidiendo cita en las peluquerías se advierte cierto exotismo como característica de la nueva normalidad. Ambas querencias -correr y cortarse el pelo- resultan coherentes con el estado de shock en que vivimos desde que la declaración del estado de alarma certificó la defunción del mundo conocido.
La fiebre del running, a falta de bares, responde al impulso natural de toda persona encerrada contra su voluntad, una vez recobrada la libertad. Lo de las peluquerías, sin embargo, es más misterioso y más sugerente a la hora de indagar el estado psicológico y emocional de una nación sitiada por una pandemia mortífera contra la que no hay vacuna.
Sucede un triunfo de la conciencia estética sobre la épica del confinamiento. Pero la estética es tributaria de la ética. Trotar a discreción, cortarse el pelo y depilarse se convierten en alegatos morales tras un mes y medio en que el exceso de alimentos, vellos y cutículas han hecho del espejo de casa una ventana abierta al feo porvenir. Como el mundo ha devenido estrecho, hiponcondríaco e hipercalórico me lanzo a correr y me acicalo para rebelarme frente a la adversidad.
Muy distinto, por no decir imposible, es intentar rebelarse frente a la fealdad que muestran esas ventanas interiores, a través de las cuales nos asomamos a un debate público dominado más por la confrontación que por el acuerdo, más por la crítica ciega que por la aportación constructiva, más por la desesperanza y la invectiva que por ayudar y arrimar el hombro.
Pero si la esperanza ha muerto, que diría Dostoievski de vivir entre estas cuatro paredes, todo está permitido. Por eso a nadie extraña la profusión de epidemiólogos de baratillo, Nostradamus a posteriori y Salvapatrias pirómanos. Por eso tampoco sorprende que la contradicción y el descaro se planteen como alternativas.
Ahora resulta que quienes más recelaban de lo público critican con furia las insuficiencias del sistema nacional de salud; que quienes convirtieron la adoración capitalista en su sustento se escandalizan del desmantelamiento de la industria sanitaria en favor de Asia; y que los mismos que critican que se ha actuado tarde suscriben panfletos contra el confinamiento.
Son sólo tres incongruencias, transidas siempre de un profundo resentimiento, ante las cuales lo mejor que podemos hacer es salir al galope y buscar ese olor de las peluquerías que hacía llorar al Neruda surrealista. Ahora sabemos, sin lugar a dudas, que Walking around fue en verdad un poema hiperrealista y premonitorio.