La penetración en España del “mito de la cultura” ha significado la formación, que arranca en el siglo XIX, de una (idea de) nación fraccionaria que hoy preside, y marca el paso totalmente, de las relaciones entre España y sus partes. Sobre la base de determinados rasgos culturales (folclóricos, lingúísticos, etc), más o menos distintivos o “diferenciales” entre regiones españolas -muchas veces con unas dosis muy altas de fantasía-, se ha generado todo un suflé “identitario”, no sin afán supremacista, en torno al cual se ha creado, a su vez, toda una armazón administrativa (estatutos, leyes de “normalización lingüística”, “embajadas”, etc) que ha convertido a España, con el respaldo constitucional del Título VIII, en diecisiete “estaditos”, en diecisiete ombligos en los que mirarse.
Cerrados en banda unos hacia otros, la labor de zapa sobre las competencias de los Ministerios (una labor de zapa llamada Transición, que se vendió -y se sigue haciendo- como éxito indiscutible), ha producido que estos se hayan vaciado completamente de funciones técnicas administrativas (con todo lo que ello implica en personal, logística, tecnología, etc), de tal manera que ahora, cuando la situación requiere de un mando único, pues resulta que no hay posibilidad de ejercerlo. La España "vaciada" es, en realidad, la de un estado sin atributos, con unos ministerios que “toman las riendas” el primer día del Estado de Alarma, para tener que soltarlas al día siguiente, en favor del (des)concierto autonómico, sin capacidad operativa, y dejando España a la deriva de cada una de las “autonosuyas”.
El Gobierno, a través de aquel decreto extraordinario, quiso asumir el control de la acción del estado, pero enseguida se vio completamente obstaculizado (y desbordado) por el ombliguismo de las administraciones autonómicas que, además, en tales circunstancias de alerta sanitaria, van poniendo encima de la mesa sus miserables demandas pro domo sua, con sus respectivos “qué hay de lo mío”.
Atender a los intereses de una parte cuando es el todo nacional el que se ve envuelto en esta crisis es, sencillamente, una traición.
Por su parte el otro suflé, el global europeísta, que ha formado también parte del régimen setentayochista, se deshincha igualmente, poniendo sobre la mesa, de manera más que evidente, lo que nunca dejó de suceder en el terreno de la realpolitik, y es el carácter de lucha, de competencia entre los estados europeos para obtener ventajas en el “mercado libre” internacional.
Las dos ideas fuerza, en definitiva, la de la “autonomía regional” y la de “unión europea”, que han estado operando a todo tren sobre la opinión pública española durante todos estos años, con su matraca ideológica, se han revelado completamente débiles para hacerse cargo de una situación de crisis sanitaria tan grave. Ni existe tal “autonomía”, ni existe tal “unión”, siendo así que el único sujeto de acción política real -y nunca dejó de serlo, más allá de tales ideologías-, es el estado soberano, ese que “global-europeístas” y “autonomistas” tenían por perro muerto.
Ese estado (burgués, si se quiere), centralista, que se había desarrollado, con todos los problemas que se quieran, durante el siglo XIX, y que tuvo su continuidad en el XX, era el instrumento de transformación social y económico más importante que teníamos como españoles para mantenernos como sociedad. La recurrencia y prosperidad sociales se articula por los mecanismos institucionales del estado, cuya centralidad significa unidad de acción para equilibrar y ponderar (eutaxia, lo llamó Gustavo Bueno) los desajustes que se puedan producir, y de hecho se producen, en el seno de la comunidad.
“Ninguna sociedad puede tener consistencia sin una fuerza o poder que los gobierne o proteja: la utilidad y la finalidad del poder público y de la sociedad o comunidad son una misma cosa”, dice Vitoria (en Sobre el poder civil). Es la idea de comunidad lo que obliga al funcionamiento del estado, en orden, precisamente a mantener el “bien común”. Y que el estado es soberano significa que no existe, para lograr ese fin (el del bien común), ninguna autoridad ni superior ni inferior que le impida la búsqueda de dicho fin. Ni “unión europea” (pura ilusión globalista), ni “autonomía regional” (pura ilusión localista); estamos solos el estado y los españoles. No hay nadie más. Cualquier otra autoridad o poder que pretenda imponerse al estado (regional o europea) siempre va a ser un obstáculo, y no digamos, claro, si ese poder procura la descomposición separatista del estado.
Necesitamos un leviatán estatal no mermado por la carcoma autonómica, ni por el papanatismo europeísta, y que pueda cumplir con su finalidad (según Hobbes), esto es, la “salus populi” (la seguridad o salud del pueblo).