Se ha apoderado de mí una morbosa inquietud. Día sí y día también pienso en la pandemia como tema exclusivo. Ese día no existe la lista de la compra, que se queda pendiente (estoy confinada por los cuatro puntos cardinales), como se queda pendiente la lectura de Lluvia fina, el delicioso libro de Luis Landero, así como escribir unos folios que se eternizan entre las manos y no acabo de entregar.
Solo tengo tiempo para la pandemia. No la pandemia que nos ocupa, sino la que nos ocupó en 1918 y se llevó millones de vidas por delante. Fue el quinto jinete del Apocalipsis. Si pasó a la historia como el mayor desastre de todos los tiempos, sería por algo. Las cifras de ahora, comparadas con las de entonces, son una broma.
A quienes se sientan obsesivamente monográficos les recomiendo la lectura de El jinete pálido, de Laura Spinney, una periodista británica especializada en temas científicos. El jinete pálido es un tratado sobre la pandemia.
La gripe española no parecía gripe ni española. De entrada le llamaban influenza, y se trataba de una enfermedad contagiosa cuyas características coinciden con las del coronavirus. Respecto a su carácter de española, la gripe coincidió en el tiempo con la I Guerra Mundial, y fueron los ejércitos los responsables de su propagación, aunque el enfermo cero se identificó con un militar de Kansas.
España no participó en la guerra pero su neutralidad hizo posible que desde aquí se ofreciera la información sanitaria con más credibilidad. También contribuyó a llamarse española el hecho de que en Madrid triunfara entonces un espectáculo de género chico en el que se incluía una canción que pronto fue popular: la serenata Soldado de Nápoles. Dado que la primera oleada de gripe resultó benigna, se hicieron muchas chanzas y sirvió para que los ciudadanos la utilizaran para darle nombre al virus, del que se decía: ¡Ha vuelto el soldado de Nápoles!
La segunda oleada fue una apisonadora. Llegó el virus por el Este (¿sería por Italia?) y atravesó la peninsula siguiendo las vías del tren. La gripe llegó a Zamora, donde se había concentrado una dotación de reclutas para hacer prácticas de artillería. Pasados unos días los reclutas comenzaron a enfermar y aquello fue una hecatombe.
Las consignas para combatir el virus eran las mismas que ahora: lavado frecuente de manos, ventilación de los ámbitos domésticos, uso de gasas para taparse la boca, etc. También la dichosa mascarilla fue motivo de controversia entre los ciudadanos, convirtiéndose en precedentes del negacionismo actual. A estas consignas hay que sumar la prohibición de cortejos fúnebres, cierre de escuelas y sobre todo, de evitar las ¡gallinas!.
Los zamoranos, aterrados, solo deseaban ir a las iglesias para orar por el fin de la pandemia, pero cuanto más iban, más se juntaban y se multiplicaban los contagios. Es la única diferencia con la crisis sanitaria actual. Nunca se han visto manifestaciones de gente peleando por entrar en las iglesias. Ahora somos más ateos, pero mas limpios.