La Superliga ha durado lo mismo que la independencia de Cataluña. Las revoluciones de ricos no pasan por un buen momento en España. Del mismo modo que la alta burguesía barcelonesa prendió la mecha para librarse de los "pobres extremeños", los millonarios del fútbol han pretendido emanciparse para hacer su negocio entre ellos.
No vean un odio de clase en el paralelismo. Los ricos, ¡faltaría más!, tienen todo el derecho del mundo a su revolución. Literariamente, además, es fascinante. Igual que lo fueron las caceroladas del barrio Salamanca. Los periódicos viven de explotar las contradicciones, de los suelos que se abren en canal para dar paso a nuevos escenarios.
Y ese nuevo escenario es también la conjura de los necios, con permiso de John Kennedy Tool. El negocio del fútbol se resiente, porque ni siquiera el más millonario de los negocios saldrá indemne de esta pandemia. Pero de ahí a que los grandes presidentes humedezcan la mirada para decir "nos estamos arruinando"... Al hostelero que escuchaba el lamento del poderoso mientras fregaba el suelo de su bar se le debió de helar la sangre.
¡Ni siquiera los liberales han querido dar la batalla! Ayuso y Arrimadas, reconocidas en ese adjetivo, guardan silencio, quizá conscientes de que, en este caso, el verdadero debate no tiene que ver con el dinero, sino con el deporte.
Vaya por delante la siguiente prueba del algodón: los argumentos de los superligueros van de la pasta a la pasta; los de sus detractores, del fútbol... al fútbol. ¿Qué es la Superliga si no la conversión definitiva del balón en moneda?
Ese interrogante entraña una profunda ingenuidad. El fútbol es negocio desde hace décadas, pero su mejor refugio es el que acoge a millones de ingenuos; los que pensamos que el deporte rey adquirió su supremacía gracias a dicotomías como la de poderoso-humilde.
Los superligueros, condescendientes, aseveran que su formato pondrá remedio al desinterés que corroe La Liga. ¡Pero si ellos fueron los que la condenaron a la irrelevancia! Inflaron la semana de partidos. Hincharon la burbuja hasta reventarla. Se enriquecieron a sabiendas de que lo escaso pierde su encanto en cuanto deja de serlo.
¿Qué niño va a desear un Real Madrid-Osasuna si esa misma semana se topa en el televisor con tres, cuatro, cinco o diez partidos superligueros? Hace muchos años, en El Sadar, estuve a punto de ver a los muchachos de mi tierra clasificarse para la Champions. Yo era un niño y me encontraba a muchos de esos jugadores en la cola de la panadería.
La Champions se nos escapó en los últimos minutos, como la ginebra entre los dedos. ¡Pero esa noche aprendí a creer en los milagros! Y no hay mayor milagro en el fútbol que la epopeya del equipo humilde.
La Superliga a punto ha estado de destruir el vínculo de los aficionados con los equipos de sus ciudades. Si la competición de dinosaurios europeos prospera, nuestros muchachos, en esa edad en la que florecen los afectos, tendrán que elegir entre Real Madrid, Barça, Bayern, Liverpool... Y, educados en el opiáceo de la victoria, ninguna razón encontrarán para ser de la Real Sociedad, el Sporting de Gijón o el Cádiz. ¡O lo que es peor! Un vallisoletano tendrá más incentivos para ser de la Juventus que del Valladolid.
Por fortuna, el fútbol ha resucitado en el lugar donde nació: Inglaterra. A Florentino y compañía se les ha olvidado que este deporte cabalgó, precisamente, a lomos de los enfrentamientos entre ricos y pobres. "¡Nos estamos arruinando!". Pisen los campos, bajen al césped. Acerquen la nariz. Todavía están a tiempo de redescubrir... el esplendor en la hierba.