Uno a veces piensa que tal o cual fulano es estúpido, que está enfermo o enajenado, que es torpe socialmente o que anda rebotado -librando sabe dios qué batalla interna contra sus dramitas mundanos- porque prefiere no pensar que es malo, que es ruin, que es pérfido. A mí me sucede, al menos, y no quiero desprenderme de esa ronca inocencia: me cuesta entender la maldad. Hemos llamado “monstruos” a los seres execrables que no comprendemos en su perversión infinita, insoslayable, ¡creativa!, los hemos revestido de mitología sin querer asumir que el diablo vive aquí abajo, que el perro sarnoso anda suelto, que hay vileza incrustada en este mundo raro, donde la inmensa mayoría -estoy convencida- nos partimos la cara por lo bello, por lo bueno, por lo importante.
Decían los Jarcha en su himno Libertad sin ira, que data de 1976, con Franco aún calentito y enviando órdenes vía ouija a su peña -una canción hermosísima que recuperó el pueblo español para llorar a Miguel Ángel Blanco y protestar por el cruento terrorismo de ETA- que los viejos de este país creían que España necesita “palo largo y mano dura / para evitar lo peor”: “Pero yo sólo he visto gente / que sufre y calla dolor y miedo / gente que sólo desea / su pan, su hembra y la fiesta en paz”. Y yo también. Yo sigo viendo gente “muy obediente, hasta en la cama”, gente que sólo pide “vivir su vida / sin más mentiras y en paz”.
Esos viejos de los que hablaba la digna coplilla de la banda de Huelva son, aún hoy, terriblemente jóvenes, reinaugurados, renacidos como el verdoso mal, insistentes en sus violencias, tan novicios y chungos como la señora Monasterio: el viejo español de la antipolítica, del matonismo, de la provocación desvergonzada, un cadáver maloliente imposible de enterrar. Esos viejos tan jóvenes -roña franquista, escoria autoritaria y sentimental, analfabetos de la Constitución- son la basura cantante y danzante de este país nuestro al que yo adoro sin reservas, un país en el que aún se nos llama exagerados y poéticos a los ciudadanos cuando avisamos de los tics más peligrosos de la ultraderecha.
El viernes, escuchando el debate -es una forma de hablar- de la SER entre los candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid, pensé que Rocío Monasterio no sólo saldría ardiendo si se le acerca la Carta Magna -como los posesos si les salpica agua bendita-, sino que, además, era una mala persona. Prefería pensar, ya les digo, que simplemente era imbécil, pero a estas alturas esa cálida justificación no me sirve. Lo que se escuchó y se vio -lo que todos escuchamos y vimos: todo su desprecio incansable, toda su verborrea bárbara- no tiene cabida en nuestra trabajosa democracia.
Está equivocada la señora Monasterio si cree que España se parece en algo a ella: afortunadamente, no es así. Ni en el blanco de los ojos. La señora Monasterio sólo representa a ese resquicio carcamal de la bajeza patria que nos devuelve la mirada de un tiempo donde los hombres impunes sonreían con las manos manchadas de sangre. En España no somos como usted, señora Monasterio. Usted no le llega a España a la suela del tacón ni a la de la zapatilla de andar por casa. Usted tiene que aprender mucho sobre convivencia, dignidad, integridad y diálogo antes de ensuciar el nombre de mi país poniéndolo en su boca.
Yo confío en la buena gente, que la hay en casi todos los partidos, y sostengo que los ciudadanos -tanto de izquierdas como de derechas- han de tener la vocación de pararle los pies a este miura que viene trotando desde los tiempos más sectarios, más incultos y fúnebres. Lo ha hecho muy bien Antonio Garamendi, que creo yo que no es sospechoso de compartir ideas con Iglesias, pero ustedes me dirán. Es intolerable que Monasterio frivolice sobre una amenaza de muerte. Es vergonzoso que inste al representante de Podemos a “irse de España”. Ambas cosas -el gusto por los recaditos mortuorios y los exilios políticos- definen muy bien al personaje: digamos que lo contextualizan. Qué más tienes por ahí guardado, Rocío: ¿una buena quema de libros, tirar a una cabra de un campanario? Cuéntanos.
Por eso tenemos que dar nuestra respuesta el 4 de mayo: tenemos que votar en defensa propia. La única carta amenazante que conocemos las personas decentes. Y, mientras tanto, aguantar la rabia -esa sana contención nos diferencia de ellos- y luchar porque “el odio contra la bajeza no nos desfigure la cara”, como decía Bertolt Brecht. “Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”.