Aunque los periódicos ya no tienen bares, siguen pareciendo uno cuando hay partido importante. El fútbol es como el alcohol y la infancia: obliga a decir la verdad. Y las “verdades” que he escuchado sobre Álvaro Morata no las había escuchado siquiera sobre los dictadores del siglo XX. Algunas, por cierto, tienen gracia: “Pongámoslo de portero, donde está él nunca hay goles”.
A mí Morata me importaba un pimiento, pero estoy a punto de colgar una fotografía suya en mi biblioteca, junto al resto de antihéroes: Manuel Machado, Leopoldo Panero (el padre, el falangista), Enid Blyton (ahora dicen que es nazi) o Jaime Gil de Biedma (pederasta confeso en sus diarios).
No sé de dónde surge el odio a Morata. Vinicius tampoco la mete ni a puerta vacía, pero las críticas que le arrojan van acompañadas de cierto cariño. Incluso se mostraba empatía por Faubert, aquel jugador del Madrid que se dormía en los banquillos y se quedó a una letra de escribir Madame Bovary.
Morata juega al fútbol como sólo lo hace un puñado de elegidos. Ha marcado un porrón de goles en todos los equipos en los que ha estado. No le ha acompañado la fortuna en los momentos importantes. Por qué no: digámoslo claro. ¡Falla en los momentos importantes! Pero, ¿por qué el odio? ¡Le han deseado la muerte! ¡Se han mofado de las enfermedades mentales que no tiene!
El rico chaval se ha topado con la Santa Inquisición que un día dirigió la Iglesia y ahora comanda el engendro que sale de las gradas y las redes sociales. Esa mezcla de cainismo y envidia. Ya digo: a mí Morata me importaba un pimiento, pero sonreí de corazón cuando vi a su preciosa familia a pie de campo.
A veces, cuando pienso en la novela que no escribo, imagino a Morata. Tuvo preparado un tuit en su móvil que no publicó. La noche de Croacia, abrió la ventana. Tenía un papel escrito, iba a gritar contra toda esa banda de hijos de… Pero calló. Uno de los jugadores de la Selección (no me pregunten el nombre, nadie conoce los nombres de los integrantes de esta Selección) consiguió convencerlo a tiempo. Incluso pensó en llamar a la radio para ciscarse en todos esos presuntos compatriotas.
¡Qué milagro, Morata! ¡Qué antihéroe tan bien construido! Le han puesto en bandeja contestar de las peores formas posibles: con clasismo (es millonario, y quienes lo critican no), con machismo (besa a una mujer hermosísima cada noche y quienes lo critican no) y con revanchismo (ahora me vais a…). Él guarda silencio, igual que Björn Borg en la hierba de Wimbledon.
Quiero que Morata no marque un solo gol hasta la final (el resto lo hará todo bien, como acostumbra). Quiero que Morata falle un penalti en la final, que lo tire a las nubes, más alto que el malogrado Sergio Ramos. Quiero que Morata pegue fatal a la pelota en el último minuto y nos dé el título. Quiero que Morata, ¡lo deseo con locura!, haga un calvo a la grada, orine dentro del trofeo y diga: “Salud”.
Estoy seguro de que él también lo ha pensado. Sí, querido Álvaro, ahora que has estrenado en mí una empatía inusitada: sé que has tenido la tentación de nacionalizarte francés y mandar a la mierda a esa banda de Caínes.
Tengo un amigo que maldice cada día por no haber perdido España la Guerra de la Independencia en 1808. Pero no es eso, Álvaro, no es eso. Que se vayan ellos, nuestros enemigos, los que sueñan con héroes robotizados como Cristiano Ronaldo. Tú eres el verdadero cristiano, el último justo en Sodoma.