“Para que esto cambie, mijito, hay que prenderle candela a toda la isla, de Pinar del Río a Baracoa, y esperar a que, de esas cenizas, renazca otra gente, otro país”.
Eso me dijo mi prima cubana hace una década, la única vez que visité un lugar que siempre he considerado también mío. Mi madre, mis abuelos, toda mi familia materna proviene de la isla.
Los tamales, la malanga, los frijoles, esos son los sabores de mi niñez. El guagancó, Celia Cruz y Benny Moré, los sonidos. Los Castro, el Che, y también Camilo y Húber Matos, nombres que no puedo olvidar. El exilio, el recuerdo triste de La República, la tienda donde trabajaba mi padre, arrebatada por la Revolución, la represión, el envío permanente de medicinas a quienes se quedaron, el dolor por la lejanía, son conceptos asociados al transcurso de mi vida. Y a la de tantos otros.
Estos días atrás hubo alguna ilusión. Pero los titulares sobre la revuelta cubana desaparecen de los grandes medios internacionales a la misma velocidad a la que se diluye la contrarrevolución. Fue un instante. Un momento fugaz celebrado por los demócratas de todo el mundo, en particular por la comunidad cubana en el exilio. Pero ya terminó todo. Una vez más, gana el Régimen. El mismo que también venció hace seis décadas.
Han pasado tantos años desde aquel 1963 en que mis padres dejaron la isla que amaban. Mi padre ya era un exiliado económico ya que en Villarejo de Órbigo, en el León de la posguerra, poco había que se pudiera conseguir. Mi madre, que había animado la caída de Batista y apoyado a los barbudos, como todo el mundo, sólo unos pocos años después se convirtió en una exiliada política. Nunca regresó. Nunca olvidó.
Ahora vemos cómo los cubanos continúan, generaciones después, en el mismo sitio, ese del que huyeron mis padres. Secuestrados por una Revolución mucho más mentirosa que hermosa, sometidos a un partido único, el comunista, y obligados a las constantes penurias que derivan de permanecer en un territorio rodeado de un mar delicioso que sin embargo los aísla del mundo. El mismo que, con sus tiburones y sus 90 millas náuticas a Estados Unidos, permite que el sistema se perpetúe.
No es esta la primera vez que unos cuantos valientes gritan al establishment e intentan sacudirlo. “¡Ya está bien, carajo!”. Son 62 años, nada menos que 62, de tragedia colectiva. Y sí, ya está bien.
Tampoco es la primera vez que el Régimen culpa a los americanos de intentar derrocarlo. Seguramente, volveremos a ver las dos cosas más veces. Unos cuantos gritos, la desesperación de los que ya no saben qué inventar para, precisamente, seguir inventando, y algunas movilizaciones con el mensaje reivindicativo de ese “ya está bien, carajo”.
Pero llegará el corte de la señal de internet, las detenciones a los que se atreven a criticar demasiado, o a los que piensan hacerlo, llegarán los golpes y se anunciará algún muerto.
Una dictadura (da igual cómo la llame el Gobierno español) no se cae tan fácilmente. Esta ni siquiera se tambalea, por mucho que en Miami sueñen con la posibilidad de volver al lugar donde todo empezó. A su juventud. Al dinero enterrado en el jardín, por si volvían pronto. A todo lo que les arrebataron los que entraron en La Habana, triunfantes, aquel primer día de enero del 59: la vida.
Pero ese sitio es mucho más un estado mental que un lugar físico. La Cuba de los años 50, mucho más avanzada que la España de ese período, ya no existe más que en el imaginario colectivo de las víctimas de los revolucionarios. Esos cubanos, los de la generación de mis padres, ya no existen.
Los que siguen vivos en la isla han sido domados, como las generaciones posteriores, por un adoctrinamiento brutal y permanente. A los que están fuera no les faltan razones para dejarse llevar por el odio o el rencor, o las dos cosas, por la transformación, a menudo siniestra, que han sufrido sus existencias.
Habría que prenderle fuego a todo, sí, para que surgiera un país nuevo en la tierra que una vez fue la perla del Caribe. Pero no parece probable que eso suceda a corto plazo. Sobran los motivos, pero falta, al menos en la medida suficiente, el coraje.
Si bien es cierto que nada es para siempre, que sólo el cambio es permanente. Aunque en Cuba hayan logrado retrasarlo, el país que dirige el sucesor más sangriento de los Castro, Raúl, ahora reaparecido en “reafirmación revolucionaria”, también deberá someterse a ese principio ineludible.
Probablemente, Fidel nunca imaginó que su revolución seguiría vigente casi un lustro después de su muerte. Mi madre jamás supuso, al abordar el último vuelo que partió de La Habana hace 58 años, que jamás volvería a pisar suelo cubano.
A mi familia, como a tantas otras, le robaron su país. Los que lo hicieron y sus afines, más de 60 años y tanta miseria después, continúan en el poder. Ojalá que las nuevas generaciones, nacidos de unas cenizas aún invisibles, reúnan pronto el valor para levantarse contra los ladrones que le robaron Cuba a los cubanos.