En el último índice sobre calidad democrática publicado por la revista The Economist nuestro país ha perdido la condición de democracia plena para ingresar en la división de las democracias defectuosas, donde están, entre otros países, los Estados Unidos de América, Francia, Italia o Portugal. Eso quiere decir que no es una degradación que proyecte una sombra en exceso ominosa sobre nuestro sistema político o nuestro Estado de derecho, pero no deja de ser un deterioro en un indicador del que se alimenta nuestro prestigio en el mundo, establecido por un calificador al que se le otorga crédito, al margen de si acierta o yerra.
De hecho, ya en la actualización precedente de este índice estuvimos a punto de perder la categoría máxima, según quienes lo elaboran por culpa del excesivo rigor judicial aplicado a las maniobras antijurídicas de los independentistas catalanes. Si por este motivo se nos hubiera bajado de nivel, tampoco habría sido demasiado doloroso. Los calificadores habrían sucumbido a la propaganda exterior independentista, y podríamos tener, pese a la rebaja, la tranquilidad moral de que se nos juzgaba con un rigor excesivo y notoria desigualdad frente a otros países.
En este punto, conviene recordar, a propios y extraños, que a los líderes del procés se les aplicó el tipo penal más benigno que permitían sus acciones gravemente perturbadoras del orden constitucional y lesivas de derechos y libertades, rechazando la calificación más grave hecha por la Fiscalía, y que tras pasar un par de años en prisión se han beneficiado de un indulto que iguala su pena efectiva a la de delitos mucho más veniales. Si se nos hubiera reprobado por esto, los de The Economist habrían estado poco finos y podríamos rebatirlo con contundencia.
El problema viene cuando la razón por la que ahora se nos priva de la primera categoría tiene un fundamento irrebatible. El argumento esgrimido para apearnos del club de los elegidos es la falta de renovación de los órganos del poder judicial, que se han quedado congelados en la correlación de fuerzas que existía hace años en el Parlamento de la Nación y que tras varios procesos electorales intermedios no puede estar más alejada de lo que la voluntad popular expresó en las urnas. Cierto es que el actual sistema de elección de los vocales del CGPJ es objeto de legítima y fundada controversia, pero es hoy por hoy el que el mandato de la ley impone y es esta la que se infringe al obstruirlo.
Llegados a este punto, quizá tenga poco sentido enzarzarse en una discusión a cuenta de quién es el responsable de que no se termine de producir la renovación. Si el Gobierno que no da su brazo a torcer en la reforma de la ley o la oposición que exige lo imposible para congelar sine die el Consejo en su composición actual, que juzga más favorable a sus intereses. Lo que sí puede y debe anotarse es que esta es la primera vez, en la historia de nuestra democracia, que el partido perdedor de las elecciones se enroca en una resistencia numantina como la del actual PP para impedir que el órgano de gobierno de los jueces se renueve.
El resultado, que es lo que importa, es un daño innegable en la reputación del país. Habrá quien diga que tampoco es una tragedia, pero no deja de ser un retroceso que empaña el enorme esfuerzo modernizador y democratizador que durante las últimas cuatro décadas hemos hecho los españoles, partiendo de algo tan triste y oscuro como el último régimen totalitario de Europa Occidental. Y los daños reputacionales son más onerosos para las potencias modestas, como España. A los Estados Unidos, a Francia o a Italia les afecta menos, para su peso e influencia en el mundo, que se los califique de democracias defectuosas. Así que anótense todos los responsables un delito de lesa patria.