Los silencios, los secretos, son a veces lo mejor que le puede pasar a uno. Aunque no lo sepa. Aunque prefiera certezas contundentes y que acaban siendo tan acogedoras como, casi siempre, aburridas.
Uno de los secretos culturales mejor guardados y más rompedores del país se sitúa en un minúsculo punto de la geografía gallega, San Vicente do Mar. Allí, a orillas de las aguas azules y blancas de la playa de A Barrosa, el Náutico celebra treinta asombrosos años de supervivencia, los últimos en clave clandestina, sumido sin embargo en el mayor éxito, uno tan abundante que si algo no resulta es ya silencioso.
Su inspirador, Miguel de la Cierva, se considera un creador de sueños, un constructor de experiencias apetecibles, para él mismo o para los demás. Eso dice. Y lo son, sin duda, para el público que cada día en verano llena sus tres conciertos (mediodía, tarde y medianoche) en jornadas maratonianas que a menudo, incluso siéndolo, se quedan cortas.
Miguel Ríos supo de la existencia de este lugar que le calificaban de mítico y se preguntaba cómo es que él, el mayor mito del rock en español, aún no había cantado allí. Así que lo hizo el domingo, con su formidable apoyo, quizá el más lustroso cuarteto rockero en la actualidad, el Black Betty Trio del productor José Nortes.
Anoche era domingo pero lo disteis todo como si fuera el mejor sábado.
— Miguel Ríos (@mrios) August 23, 2022
Qué gran velada en un sitio tan especial como El Náutico de San Vicente. ¡Viva O Grove!
Gracias a todos por venir a este primer show benéfico para la Fundación Miguel Ríos.
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El mar de San Vicente fue testigo de una noche que no fue cualquiera en un lugar en el que cualquiera, incluso los más importantes, pueden ser un secreto por revelar. La decisión de no anunciar quién actúa cada día la trajo una tormenta, aquella del duelo Leiva-Iván Ferreiro en 2019, que amenazaba la sostenibilidad del pueblo y de la playa, con unos 7.000 fans barriendo la arena de ese paraíso aún escondido que es San Vicente.
Los editores, que de algún modo también somos programadores culturales, como de la Cierva, pretendemos que se consuman nuestros productos (libros, periódicos, películas, música) por la marca que los envuelve, ofreciendo al público una rúbrica que ya le garantiza cierta afinidad, o a veces un reto, dentro de unos márgenes que, confiamos, les seduzcan.
Es como si les pidiéramos que nos dejaran decidir por ellos qué deben hacer, y lo hicieran. O qué les debe gustar, y se atrevieran a enfrentarse a esa propuesta, mucho más esperanzados que sumisos. No es paternalismo, es pasión.
Numerosos gestores de espacios informativos o culturales comparten una obsesión que a menudo se convierte en una batalla perdida que sin embargo nunca se deja de disputar, aun sabiendo de la improbabilidad del triunfo. Solo en algunas escasísimas ocasiones ganamos esa pelea tan compleja.
Ríos fue una gran victoria. Una apuesta tan segura que, al revés que casi todos los demás conciertos, había sido anunciada. El grupo murciano Muerdo, que llegó al día siguiente, otra. Y esta sin aviso previo. Para un artista, no es lo mismo tocar para sus fans que hacerlo para una multitud desconocida. Pero aún resulta más embarazoso confrontar a los incondicionales de otros.
De la Cierva, como Jorge Herralde con sus libros en Anagrama, o como Adolfo Blanco con sus películas en Acontracorriente, o como Andrés Rodríguez con sus revistas de SpainMedia, es uno de los elegidos. Nadie sabe cuáles van a ser sus propuestas para la jornada. Pero aun así la gente abarrota su recinto lamido por el mar. Ese secreto, uno que podría firmar la defunción de cualquier proyecto cultural, contra todo pronóstico fortalece la apuesta.
El público del teatro a veces se pierde prodigios artísticos porque desconoce que existen. En las editoriales leemos libros que salvarían a la humanidad (sí, es una exageración, pero no del todo), y algunos de ellos ni siquiera llegan a publicarse, o lo hacen sin exhibir su enorme poderío.
El Náutico de San Vicente no vive de las certezas, sino de las sorpresas, esas que sirven para construir vidas más sugestivas y entusiastas, unas que equilibran las obras no presenciadas, o los libros por leer. Esos silencios, esos secretos, multiplican el resplandor del que a menudo carece la vida.