Ojalá me hubiesen entrado ganas de fumar. Ahora, cuando veo el humo, me acuerdo de él. Y de veras lo pienso. Ojalá me hubiese enganchado lo suficiente como para haberme tumbado en su diván.
El tío Jaime era psicoanalista. Murió hace unos años. Lo veía de ciento a viento. Casi siempre con muertos o gruesos aniversarios de por medio. De hecho, la última vez que lo vi fue en su entierro. El tío Jaime era famoso porque enseñaba a sus pacientes a dejar de fumar en una hora. En una sola sesión.
A mí, desde chaval, eso me parecía el arranque de una novela. De una serie. Puede que hasta de una peli. Pero fui dejando pasar el tiempo y nunca me acerqué al tío Jaime. Le daba dos besos y me alejaba.
Este fin de semana, me quedé sentado a solas con su mujer, la tía Rosario. Frente a frente, en la casa familiar, desparramados en dos sillones orejeros de esos en los que podría hundirse hasta el Titanic. Entonces, por fin, pregunté. Y descubrí que no habrá ficción que valga porque la realidad había hecho el trabajo de la ficción. ¡Sólo la realidad puede trenzar una historia mejor que la imaginación!
En el fondo, me quité un peso de encima. Porque se me acumulan las novelas pendientes de escribir como se me acumulan en la mesilla las novelas pendientes de leer. Así que miré a mi tía y escuché.
El tío Jaime estudió Psicología, pero vio el anuncio de unas oposiciones para formar parte de la policía secreta. Estudió mucho, pero no aprobó. Se lanzó a montar una consulta, que puso en casa, en su despacho, entre todos esos libros de Freud que dejaba como el rosario de la aurora, repletos de anotaciones en los márgenes.
Supo pronto, el tío Jaime, lo que ahora está tan de moda. Que conviene diferenciar tu producto del resto y que el pragmatismo, ¡el efecto inmediato!, comenzaba a causar estragos en una sociedad cada vez más incapaz de aburrirse. Lo queremos todo y lo queremos ahora.
Lo leyó en el periódico. Iba a visitar España aquel psicoanalista tan famoso que recorría las capitales del mundo enseñando a dejar de fumar en una sola sesión. Este doctor se instalaba en un hotel e iba recibiendo cientos de pulmones que, presuntamente, sanaba.
El tío Jaime, que algo aprendió en sus estudios de agente secreto, se inscribió, hizo la cola y se plantó allí con una grabadora escondida en alguna parte del cuerpo. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé si el tío Jaime fumaba. El caso es que se fue a casa con el gran método en sus manos.
Agarró un folio y escribió. Hizo suyo el manual. Lo amoldó, supongo, a nuestra idiosincrasia. Solía tener sobre la mesa aquella hoja, según mi tía "ininteligible, como escrita en diagonal", pero que escondía, además de una aventura, aquel elixir por el que muchos pagaban alrededor de doscientos pavos la hora.
El tío Jaime, me dicen, era un seductor. Y es curioso porque, al parecer, esa seducción no iba aparejada de un carácter extrovertido. Una vez, en la comida, decidió mostrar sus habilidades fuera de la consulta y durmió a una chica. Cuando cundió el pánico, la despertó con un chasquido de los dedos.
El "deje de fumar en una hora" se extendió por Madrid como la pólvora. Uno de los últimos hitos del negocio fue su expansión al ámbito empresarial. Llamaba el directivo de tal sitio. "Oiga, quiero pagarle para que mis empleados dejen de fumar". Pero el tío Jaime sólo toleraba que la empresa pagara una parte. "Deben apoquinar de su bolsillo. Deben sentir la responsabilidad. Si no, esto no sirve de nada". Cuando el tío Jaime estuvo enfermo, pasó consulta hasta en el hospital.
Mi primera calada fue con trece o catorce años. No nos tragábamos el humo. Jugábamos a las "sevillanas". Consistía en aguantar el máximo tiempo posible sin soltarlo. Seguro que ese trastorno tiene algún nombre en los diccionarios del tío Jaime.
El caso es que no me enganché. Fue una suerte aburrida. Si lo hubiera hecho, me habría tumbado en el diván y hoy podría escribir la verdadera historia del tío Jaime.
Podría decir cómo escondió la grabadora debajo de la camisa y qué ponía en aquella "hoja ininteligible escrita en diagonal". Podría desvelar mi intuición, contar qué había detrás de sus ojos. Esos ojos debían de saber mucho porque habían estado toda una vida… mirando ojos desesperados.