En apenas un puñado de horas, dos acontecimientos de relevancia se produjeron en Hispanoamérica. Y ambos tienen mucho que ver con ese ente disoluto en que se ha convertido la izquierda. Si es que, en realidad, se trata de una conversión en lugar de una característica biológica de la criatura.
Por una parte, la vicepresidenta argentina Cristina Fernández, viuda del mandatario Néstor Kirchner, fue condenada a seis años de prisión e inhabilitación perpetua por fraude a la administración pública. Por robo peronista, dicho en lenguaje político.
Se estima que, mediante una trama, sustrajo al erario unos 480 millones de euros (al cambio actual), aunque en Argentina se fabula en los cafés y mercados sobre la cifra real, las típicas elucubraciones callejeras de gracia balompédica.
La cosa cándida de la sentencia es que la corrupta y sus amigos tendrán que devolver el parné. En cuanto a la inhabilitación vitalicia de la señora, tampoco atemos muchas seguridades, a la vista del gusto último de la izquierda americana por los "golpecitos democráticos".
Mientras esto ocurría por río de la Plata, en el oeste andino el presidente Pedro Castillo se calaba un sombrero chotano y daba un golpe de Estado. La tradición erótica del ordeno y mando es larga a ambos lados del océano. Podría ser una de las profundas herencias que dejamos allá los españoles, sin duda no la mejor.
Pero al golpista peruano, atenazado por corrupción (otra familiaridad hispana), se le torció el asunto porque el Estado se puso legalista y, con el apoyo de la Cámara y del Ejército, la policía anticorrupción se lo llevó detenido al cabo de, solamente, dos horas de la ocurrencia.
Así, el antiguo maestro rural, candidato por el partido marxista Perú Libre y llegado a la presidencia por esos azares de la historia, fue conducido al penal de Barbadillo, donde compartirá muros y barrotes con su excelencia Alberto Fujimori, quien cumple condena por rebelión.
Naturalmente, y siguiendo el ejemplo de otros sátrapas que ascendieron al poder por vías democráticas, el plan de Castillo contemplaba una nueva Constitución a medida.
Al fin, pues, una semana de buenas noticias, pues ni se jodió el Perú ni, según parece, Cristina Fernández podrá optar a la presidencia en los próximos comicios, como era su intención.
El affaire Kirchner ha despertado en la izquierda española reacciones más sentidas que hacia el peruano. Ya han salido en tromba tuitera los habituales propagandistas bolivarianos, como el incansable Juan Carlos Monedero, que se expresaba así: "Jueces sinvergüenzas que le afinan a la derecha argentina lo que no le dieron las urnas".
Podemos & Co. están en la hipótesis del lawfare, que más o menos sería la "judicialización" de la política en favor de una oligarquía económica.
¿Les suena esto? A mí, mucho. Concretamente, al argumentario defensor del golpe catalán, al que se apuntó toda la izquierda hasta el PSC.
En el fondo, y es lo grave, el lodo se asienta sobre la idea de que cuando un político (de la cuerda, claro) delinque y se le juzga en los tribunales, hay detrás una trama podrida. Al fin, la pretensión es quebrar el Estado de derecho. Los jueces serían, hoy, la última resistencia a la implantación de regímenes comunistoides.
Decía lo de las reacciones sentidas hacia Cristina, pobre Cristina. Yolanda Díaz y, cómo no, José Luis Rodríguez Zapatero acudirán a una reunión que se ha convertido ya en un sarao de apoyo a la corrupta argentina. El discurso se repite como un mantra: "Un juicio político orquestado por la derecha con operadores de la Justicia y medios de comunicación para sacar [a la señora condenada] del debate democrático", según los organizadores del evento (Grupo de Puebla).
Este es un lobby populista, una iglesia devota de algunos autócratas hispanoamericanos fundada por nuestro expresidente socialista, convertido en atleta blanqueador de dictaduras de aquel continente.
Todavía se hace extraño, incluso conmovedor, oír hoy voces lamentosas en recuerdo de no sé qué PSOE que pudo existir, si existió, en un pasado legendario. El del purgado Joaquín Leguina, al caso. Allí van Yolanda y José Luis a defender a una delincuente probada. Uno imagina la conversación en el avión, cruzando el ancho mar, dejando su huella de carbono, tejiendo complicidades, imaginando una América roja y sin separación de poderes.
Aunque a veces lo parezcan, no son demócratas.