La lectura atenta de la Encuesta de Población Activa (EPA) correspondiente al cuarto trimestre de 2022 (la última de la que disponemos) arroja unos resultados que como poco dan que pensar. Según los datos que nos suministra, a finales del año pasado teníamos en España 16,9 millones de trabajadores en el sector privado. 13,8 millones de asalariados por cuenta ajena y 3,1 millones de autónomos, en números redondos.
Podemos decir que esa es la población cuyas rentas vienen de su actividad productiva, esto es, las genera ella misma. Por el contrario, los perceptores de rentas públicas (sostenidas con cargo a los impuestos, en sus diversas formas), ascendían a un total de 16 millones. 6,8 millones de jubilados y prejubilados, 2,7 millones de perceptores de otro tipo de pensiones, 3 millones de parados y 3,5 millones de empleados públicos. Prácticamente una proporción de uno a uno.
No procede hacer el razonamiento simplista de que cada trabajador del sector privado sostiene a un receptor de rentas públicas. Lo impiden el hecho de que estos también pagan sus impuestos, directos e indirectos, y la riqueza que crean quienes trabajan en los servicios públicos.
Quien proporciona sanidad, seguridad o enseñanza a sus conciudadanos contribuye a que sean más productivos y a que el fruto de sus esfuerzos y en el caso de los emprendedores sus negocios tengan más valor. Por no hablar del intangible de la mejora de la calidad de vida.
Quedarían fuera de este razonamiento, con todo, aquellos servicios públicos que no funcionan o lo hacen deficientemente. Esos servicios (piénsese, por ejemplo, en el actual colapso de la Seguridad Social o de la Administración de justicia), en lugar de crear riqueza, pueden llegar incluso, si sus disfunciones se agravan o se cronifican, a empezar a drenar valor de la sociedad que depende de ellos.
Hecha esta última salvedad, y señalado el matiz anterior, no puede dejar de sobrecoger que sólo haya un generador de rentas y pagador puro de impuestos por cada perceptor de ingresos a cargo de la recaudación pública. El caso más inquietante es el de los que cobran de la caja de la Seguridad Social, y que ya en algunos territorios son más que quienes la nutren. Y perciben, en promedio, más de lo que ganan los que se suman para reponerla con sus cotizaciones. De ahí el déficit que obliga a financiar una parte con impuestos y la reforma anunciada esta semana.
Se pregunta uno hasta qué punto es sostenible este modelo a largo plazo, teniendo en cuenta el envejecimiento imparable de la población y la inminente llegada a las filas de los jubilados de los millones de personas que nacieron durante el baby boom. Y si el desequilibrio que esto augura, y que de mantenerse la tendencia llevará a que pronto haya ya más perceptores de rentas públicas que trabajadores en el sector privado, se corregirá sólo subiendo las cotizaciones.
La cosa se agrava si el trabajador en cuestión abona sus impuestos en territorio común. En ese caso tendrá que hacerse cargo, además, de los capítulos que de facto no se liquidan a través del cupo de los sistemas forales. El importe de este se pacta por razones políticas y para los próximos años se ha fijado ya, sin tener en cuenta aumentos del gasto general del Estado como los que se derivan del mencionado déficit de las pensiones, el incremento de la partida de Defensa o el alza en los costes de la deuda pública que traerá la subida de los tipos de interés.
Tal vez sea demasiado optimista el cálculo de hacer recaer tanto esfuerzo sobre los lomos del sufrido trabajador por cuenta ajena o propia. Tal vez alguien debería ir pensando, sin demorarlo, en alguna estrategia alternativa.