La ultraderecha española no haría ascos a la foto de las elecciones de Finlandia tras el fiasco de la censura con Tamames. Si en el país más feliz del mundo (según el escrutinio anual de la ONU), la derecha radical tutea al partido conservador, el más votado en las elecciones, con tan solo dos escaños menos, esa es su mejor propaganda. Ya sabemos la ola que se aproxima a Europa. A España, en año electoral, la sitúa delante del espejo tras salir de la ducha bañada en interrogantes.
En la epicúrea Finlandia, que abraza estos días la OTAN sin atisbo de contradicción tras una numantina neutralidad, estas elecciones reflejan inevitablemente los efectos secundarios del prospecto de la guerra. Las urnas de Helsinki dibujan un país nítidamente derechizado.
Pero no han hecho felices sólo a los dirigentes ultras del Partido de los Finlandeses (incluso, Rikka Purra, su lideresa, se muestra decepcionada por quedar a milímetros de encabezar el podio). El más dichoso, sin duda, es Petteri Orpo, el Feijóo finlandés, cuya Coalición Nacional ha vencido, por estrecho margen, pero sin paliativos.
Juntos, derecha y ultraderecha, ya han gobernado en la década pasada, con estrepitoso desenlace. ¿Finlandia copiará el modelo alemán de una cópula de derecha-izquierda? España no parece mirarse en ese espejo, no con Sánchez, Yolanda y demás. No con todos los puentes rotos en estos momentos entre Ferraz y Génova.
El éxito del conservador Orpo era la inyección de moral que necesitaba Feijóo tras la foto de Sánchez con Xi Jinping en Pekín.
2023 no empezó emitiendo buenas señales para la izquierda desde la dimisión de Jacinda Ardern, la primera ministra neozelandesa fan confesa de Sánchez, que admitió tener "el depósito vacío".
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Esa racha que se llevó por delante también en febrero a la nacionalista escocesa Nicola Sturgeon ("soy un ser humano, además de una política"), había amagado en realidad ya el verano pasado con aquella polémica sobre las fiestas privadas de la primera ministra finlandesa, que acaba de perder las elecciones aun creciendo en escaños.
Entonces, una sobrecogida Sanna Marin, la treintañera que en 2019 fue la mujer más joven al frente de un gobierno, se defendía de la regañina en los términos que parecen describir esta suerte de Gran Dimisión en el seno de una clase política devastada por un periodo apocalíptico: "Soy un ser humano. A veces también anhelo la alegría, la luz y el placer en medio de estas nubes oscuras".
Con esos antecedentes, las preguntas se agolpan en este mes de abril, víspera en España de elecciones locales y autonómicas, antes de las generales de diciembre. La derrota de Sanna Marin hunde sus raíces en esa utopía de la heroica felicidad de un país angustiado por la pandemia y la guerra del invasor colindante.
Pese a que fue exculpada en la investigación oficial de sus saraos y su popularidad no decayó, aparentemente, hay una norma no escrita que impide que a un gobernante se le perdone ser sorprendido bailando y cantando mientras alguno de sus conciudadanos las pasa canutas. Se sea de izquierda o de ultraderecha.
Uno de esos vídeos acusicas encendió también las redes contra la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, por participar en un karaoke en el 50 cumpleaños de su vicepresidente, Salvini, el mes pasado, en medio de una tragedia de inmigrantes en el mar Jónico. El mismo látigo de la sociedad premia, de una ideología a otra, al político circunspecto y censura al jaranero.
Estos felices finlandeses nos sirven ahora de laboratorio de los comicios en la Europa pospandémica y bélica. Nos están avisando a su manera del mundo que emerge de las cenizas del coronavirus y las bombas de Ucrania. Una corriente obcecada con la seguridad tras el virus y los misiles da alas a la derecha en detrimento de la socialdemocracia.
El conservador Orpo se reivindica pro Otan de antiguo, en tanto Sanna Marin sería una atlantista conversa de última hora al ver las orejas del lobo en Kiev. La ultra Rikka Purra prefiere poner el foco contra la inmigración y contra la UE. Cada hábito con su escapulario.
Finlandia no ha debatido en esta campaña de la OTAN y de la guerra por sistema, sino, mas concretamente, del coste de la vida, de la inflación y la crisis energética. Prueba de que, tras los ríos de tinta sobre las grandes amenazas y los peores padecimientos de esta era, lo que más importa e impacta en la opinión pública, y acaso determine el voto, es lo más doméstico: la cesta de la compra, el recibo de la luz, la hipoteca y llegar a fin de mes como náufragos cotidianos.