[Este artículo contiene spoilers del capítulo final de la serie Succession]

Ya no recordamos cómo era la vida antes de Succession, antes de avistar cada lunes los tremendos planos documentales de esa familia obscenamente rica, cabrona, disfuncional, esquizofrénica, cruel, divertida, falta de ternura, trapacera, encantadora a su manera pérfida, frívola, elegante, mastodóntica, herida, ridícula y caprichosa. Les queremos. Les queremos como se quiere a las cosas desnudas, absurdas y defectuosas. Les echaremos de menos. 

Hemos llegado incluso a desearles el bien, a ser sus cómplices, a asumir los códigos amorales y rastreros de la jungla del mundo moderno. Somos lo mismo, pero sin casas que muerden el mar. Y sin helicópteros. Yo no tengo helicóptero. ¿Y tú? 

Nos han servido en bandeja nuestros propios pecados, sin corrección política, sin paños calientes. Han sido auténticos desde su desgarro y así les hemos devuelto la mirada, con nuestros vicios por delante. Si no delinquimos más, si no somos más viles ni más ególatras, igual es porque no tenemos su poder, su dinero ni su influencia. Digamos que cada uno es el hijo de puta que puede ser dentro de su radio de acción. Succession es poderosa porque no escribe santos. 

Succession.

Succession.

Esta serie nos ha dejado huérfanos, pero ahora, tras el placer primario, tenemos entre manos la fase más estimulante de la ficción: comentarla, repensarla, atarla a nuestra cotidianidad, volverla simbólica y explicativa de quiénes somos, de quién es quien nos rodea y de cómo nos advierte de los roles que desempeñamos en otra serie impagable, que es la de nuestra vida. Ha llegado el momento, hablemos del final de Succession. 

Una ficción que nos ha vendido el mundo en términos bélicos, en términos encarnizados e inclementes sobre ganadores y perdedores, creo que merece un análisis que siga su propio lenguaje. ¿Quién ha vencido aquí, quién es el gran campeón, quién es la mayor víctima, cuál es el personaje más humillado? Confiamos en la inteligencia sonrojante de los guionistas. Nada es lo que parece. Ni el primero es Tom, ni el segundo es Kendall. 

Tom.

Tom.

Tom Wambsgans

Aquí el aparente winner. Una auténtica rata parda de esas que se ponen en pie, como las que hubo un tiempo en Méndez Álvaro. Una rata trepadora de árboles milenarios. No compro ninguno de los artículos que he leído en el New York Times sobre la rabia de clase ni el desprecio que, presuntamente, todos sentimos ante la "gente que se esfuerza", como si nosotros (los que no somos del 1%) hubiésemos digerido e interiorizado el discurso de las élites que minimiza al terco currante de baja ralea. Los biempensantes señalan que este personaje nos cae como una patada en la boca porque es un turista de clase, por siempre un infiltrado, un pueblerino wannabe. Y no es así. 

Estaremos de acuerdo en que Tom no es más tonto que los hermanos Roy. Es igual de tonto, al menos. Igual de mediocre. Ninguno de ellos hace ni medio Logan, tan brillante e implacable, tan forjado desde abajo, tan duro a fuerza de hostias. Recordemos, al cabo, que este señor maquiavélico no dejó nunca de ser un niño de la guerra que llegó al Nuevo Mundo pasando fatigas, hacinado y en silencio en la bodega de un buque, durante cinco días, experimentando un terror que a ninguno de sus hijos (ni de sus súbditos, ni de sus vampiros y sanguijuelas varias) le rozó nunca. 

Su tío le caneaba. La espalda la tenía marcada a heridas. Su hermana murió de poliomielitis y él siempre se sintió culpable de contagiársela. Logan era un desgraciado, un titán que aprendió a pisar cabezas porque la suya nació en el suelo, y extendió su dialéctica de combate a todos los que tenía cerca (no más que una banda de melifluos y vulgares llorones, henchidos a privilegios, que no saben ni dónde tienen la nariz). Logan es Yahveh. Logan es el Viejo Mundo, con todos sus pesares, con sus técnicas ruines de supervivencia, un macho obsoleto a cada segundo. Y yo le quiero y le entiendo, y hasta le perdono. 

Pero Tom nunca será Logan, ni aunque aparentemente haya ocupado su puesto. No por alcurnia, sino por carácter. Tom es un perdedor innato, un mequetrefe cosido a ansiedades, a escenarios apocalípticos, un hombre muerto de miedo mundial siempre pendiente de salvarse el culo. Su único oficio es la resistencia. Tom es yunque, Logan era martillo. No sabe qué hacer con el poder, no sabe qué hacer con la libertad que da el dinero. No sabe usarlos, no sabrá nunca. No tiene intuición. Hasta su ambición es cutre: es un pobre moral, la forma más definitiva de ser pobre. 

Ni siquiera es el jefe, aunque lo parezca. Su victoria es pírrica. Lukas Matsson lo ha colocado ahí precisamente por su débil espíritu. Es una marioneta, nunca un héroe (y ni de lejos el iluminado de la serie, como dicen ahora los mentideros). Pero él, que vive de las apariencias, se siente confortable con este final, en el que a ojos de todos lidera la ATN. Es su escueta venganza de clase, únicamente teatral. Pero Tom ha nacido para lamerle la bota a Shiv, que lo ha humillado en repetidas ocasiones (laboral, sexual y emocionalmente). Tristemente, algo la quiere. Algo la necesita: necesita su autoridad. Ese es su gran castigo. 

Una escena histórica.

Una escena histórica.

Aunque nos destroce la escena final en la que entra en el coche donde lo espera Shiv y ella acabe por prestarle su mano flácida, blanda y sin deseo (y esto nos parezca una inclinación y una deshonra), aunque se respire la perversidad de su "podría eliminarte, pero prefiero que te quedes a mi lado, para observar largamente cómo te has rendido ante mí", nada durará más de dos telediarios. A efectos prácticos, Shiv manejará la ATN. Ella es la dueña en la sombra. 

Shiv Roy.

Shiv Roy.

Shiv Roy

Un personaje apasionante. Le hubiera gustado que sus padres la quisieran. Ya, y a todos. Es sofisticada, ruda, manipuladora, irónica, más sentimental de lo que preferiría y menos lista de lo que se cree. Ha embestido duro, ha intentado una y otra vez ser la líder. Pero con la Iglesia hemos topao, Shiv, tronca. No contaste del todo con el ecuménico poder del patriarcado, presente en todas partes, pero sobre todo en tu familia, guapa. 

Uno de los aciertos de la serie es no ceder al discurso hegemónico y moderno del feminismo y premiar a Shiv, convirtiéndola en magnate (al menos, no directamente). Hubiera sido muy facilón. Pero Succession, con su enfoque quirúrgico de derechas, habla del mundo que es, no del que nos gustaría que fuera (así lo habría dibujado, románticamente, una mirada de izquierdas, más cerca de la parábola que de la radiografía inclemente). 

Logan nunca pensó en su hija seriamente para sucederle. Nadie lo hizo. ¡Es una mujer! ¡Y encima se embaraza, aunque prometa no ver a sus hijos, aunque asegure que su futuro bebé ni la reconocerá! Shiv va en camino de convertirse en lo que más odió: su madre, esa tipa que prefería tener perros a niños. Esa es también su maldición. Y da igual que luche como una cucaracha panza arriba. El machismo es más fuerte que sus iracundos ovarios, porque es estructural. 

Por si nos quedaba alguna duda, lo verbaliza Lukas Matsson en conversación con Tom: no quiere que Shiv suceda a Logan porque ella piensa, porque ella tiene ideas ("y yo ya tengo bastantes"), porque ella es un cerebro y no sólo, como él, un tonto brazo ejecutor. Ah, y por algo más. La desea sexualmente. Quiere acostarse con ella. Y cree, casi secretamente, que ella también querría hacerlo. Así que Shiv ha sido castigada por lo que se nos castiga en el mundo real a las mujeres. Por ser mujeres y, además, por pensar. Chapeau. Coherente. Y, sin embargo, desolador. 

Kendall.

Kendall.

Kendall Roy

Me cae bien, sobre todo cuando rapea. Airea sus vulnerabilidades (o, mejor dicho, no sabe esconderlas) y eso me enternece. Murió de éxito. Es un pobre pelele, un juguete dándose leches en las rocas del mar bravo de su vanidad. Como sentenciaba la frase aquella: su ego extiende cheques que su talento no puede pagar. Shiv se lo dice muy claro en el último capítulo: "Tú no eres el centro de todo". 

Pero ha conseguido que, a veces, lo parezca. Es un don envenenado, dado que siempre está coqueteando un poco con el suicidio. Vaya trampa. Para eso, suicídate y acabamos ya. Lo que no se puede, Kendall, es tener a la gente permanentemente chantajeada con tu marcha. ¡Si tampoco te iban a echar tanto de menos! Va, nos repondremos. Tu padre nos ha enseñado a reponernos de todo. Contigo, sin embargo, no lo consiguió. 

Kendall tiende a la tormenta. Me fascinan esas imágenes recurrentes en las que tontea con el agua (de la piscina, o del mar, o del puerto), siempre a punto de ahogarse o de flotar. Es la gran postal poética de su vida. Es un barquito a la deriva. 

No obstante, Kendall no es para mí tampoco el gran perdedor ni la gran víctima de este asunto. Porque al menos ha tenido un plan y ha ido a por él, y eso le dignifica. Tener un plan es tener una vocación, tener un destino, y eso da sentido a la vida, aunque fracases después. Kendall es la columna vertebral de la serie. Su papel, aunque derrotado, es fundamental. Y a la vida venimos a eso, a que se note que estamos, a jugar, a pujar, a marcar el rumbo de las cosas, la existencia de los demás.

Un detalle que me flipa, una interpretación personal que os comparto, a ver qué os parece. En la escena final, ya devastado, de nuevo en un banco frente al mar (donde nos desliza nuevamente su deseo de tirarse, acompañado de su clásica cobardía), vemos cómo aún le sigue a una distancia prudencial el guardaespaldas. Le cuida todavía, aunque ya no es nadie, sólo un príncipe destronado. Ese guardaespaldas simboliza la herencia del padre en la tierra. Los suyos (sus hombres) aún le protegen. Si no se tira, si no se mata, es porque ese pavo le está vigilando. Logan le volverá a sacar las castañas del fuego, una y otra vez, desde el otro mundo. 

Roman Roy.

Roman Roy.

Roman Roy

Ah, mi chico. El único hombre de mi vida. El descubrimiento de este actor (Kieran Culkin) me ha iluminado. Su humor vitriólico, oscurísimo, expectorante. Su desgastada inocencia. Su arbitrariedad peterpanesca, pasional y errática. Sus arranques de maldad, siempre acompañados de culpa y arrepentimiento. Roman es el único que la hace y la paga (por dentro, con autocastigo psíquico), y eso le honra. Le humaniza. Roman es, a mi juicio, la verdadera víctima de Succession, tanto por lo que vemos como por lo que se nos esboza. 

Nunca quiso mandar. Nunca quiso nada, en realidad. Por eso está roto. Roto desde los comienzos. Desde que se nos revela que su padre, Logan, le pegó en varias ocasiones en su infancia (aunque el patriarca se esfuerce en olvidarlo, con vergüenza, y aunque le saltase un diente en el presente, como si nada: "es sólo un diente"). Desde que se nos cuenta que jugaba a ser un perro con su hermano Kendall, y que incluso disfrutaba de estar encerrado como un can. Roman es un niño maltratado. Todavía hoy es un niño. No tiene autoestima, no tiene codicia. Busca ternura con el hocico. Y la entrega por miedo a volver a recibir golpes, simbólicos o físicos.

De ahí su filia sexual con Gerri. Le excitan (como excitan las cosas, por contradicción con el dolor, rayanas en él) los improperios e insultos de la figura femenina y autoritaria que un día representó su madre, y aquí, ella, otra mujer madura y solvente. Le pone cachondo que le digan que es una basura, porque, en el fondo, así se siente. Y sólo en ese sexo psíquicamente oscuro hace las paces con su derrota medular.

Yo a Roman le quiero. Todo este viaje sólo le ha servido para buscar una aprobación (paterna y materna) que jamás encontró. Su padre se avergonzaba de él, su madre nunca medió. Está solo. Siempre lo estuvo. Solo con un Martini, en fin, no se está tan mal. Y, tras cuatro temporadas de idas y venidas, de navajazos por la espalda y pasiones perdidas, no ha conseguido nada, sólo se ha cerciorado de que no es el "más" nada. Por eso es valioso. Por eso es perfecto. Porque es el que más se parece a nuestros traumas secretos. 

Lukas Matsson.

Lukas Matsson.

Lukas Matsson

¡Por fin, el ganador! El verdadero hijo ilegítimo de Logan Roy, su único sucesor posible, el que más se parecía al magnate de todos. Nada como buscar fuera de casa para encontrar el propio temperamento, la propia estirpe. 

Lukas es un degenerado, un volátil, un extravagante, un tahúr, un genio sátrapa. Hablamos de un tío que triunfó con un proyecto que ni siquiera hizo él, que engordó a lo loco sus cifras en la India y que enviaba a su examante (por cierto, su subordinada, parte de su equipo, muy al viejo estilo Logan Roy) litros de su propia sangre. Es el heredero. No tiene ningún talento particular, sólo el único que hace falta, el del engatusamiento de los otros. Como diría Logan, "yo no sé de leyes, pero las leyes las hacen personas, y yo sé de las personas". "Yo sé cosas del mundo, si no, no ganaría. Cosas no necesariamente bonitas. Soy un revolucionario. Un toque de pimienta. Un toque de azúcar". Diáfano. 

Lukas Matsson, este chiflado psicópata, ha hecho lo que haría su padre moral. Lo que le sale de los huevos. Ha doblegado a los hermanos Roy, ha cogido a la marioneta de Tom para ponerla a su servicio, ha renovado y afianzado el imperio. Fue elocuente cuando, nada más conocer a Roman, le preguntó cuánto tiempo de vida creía que le quedaba a Logan. Ahí estaba la respuesta. Murió un tirano y nace otro. Mis respetos. 

Feliz semana.