Es un poco extraño escribir sobre Pablo Iglesias en junio de 2023, porque Pablo Iglesias se narra a sí mismo como una vieja gloria parlanchina, como una vedette sobremaquillada y retirada de los escenarios pero nunca del foco.
Pueden ustedes hacer la prueba en sus casas. La haré yo misma, ahora, mientras escribo esto: si guardo silencio unos minutos, si me quedo inmóvil, sólo escucho el runrún del ventilador móvil, monótono, y la voz de Iglesias contando esto o aquello, lo que le echen, lo que dé de jugoso el día, una voz como la de dios, durante siglos en círculo, (gruesa, regañona, autoconsciente y previsible), una voz que no te deja nunca solo aunque se lo supliques, una voz infinita e irritante como una radio averiada.
Está como mal conseguido el asunto, porque lo último que una deidad puede perder es el misterio. Los chicos de Hollywood se dejan ver sólo de lejos para que se les imagine, porque de cerquita les prestamos a los demás una luz blanca y clínica, de hospital, para contarnos uno a uno los defectos. Una vez que te normalizan no hay vuelta atrás: al mito no se regresa.
O sea, que Pablo es una Margo Channing de la vida, una estrella magnética y decadente que hace uso de una vieja autoridad, de un viejo brillo; un portento enrocado en sí mismo que se niega a soltar el micro y que es capaz de meter verdaderas patadas en la cara a sus trepas de guardia, a los imitadores que le escalan por las piernas, sin entender del todo que el mayor pesar de sus arribistas ya lo arrastran ellos dentro, y es no poder ser jamás Pablo Iglesias.
Ninguno consiguió lo que él consiguió. Ninguno cayó, tampoco, desde tan alto, y quizá por eso han podido disimularse las cicatrices con más tino y resistir enganchados al escaño con relativa dignidad.
Pero como los parodiadores de Umbral a los que se les ve el cartón desde Cuenca, en el pecado llevan la penitencia. No hay nada más desolador que ver a alguien intentándolo. Intentar algo te convierte automáticamente en un fracasado. Intentar algo es reconocer que no se posee el ángel secreto, el aura indecible para ser directamente lo que se quiere. Para encarnarlo sin sudor. A veces las causas utópicas poseen una única oportunidad, una sola bala para ser rematadas, para morir de éxito. La bala era Iglesias. Ni Errejón, ni Montero, ni Yolanda, tampoco ninguno de sus insignificantes acólitos, esos que aún tratan de emular su soniquete rapero de ego trip.
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Hablaba de los Iglesias wannabe, pero acabo hablando al final de él mismo, devorado trágicamente por su alargada sombra. El encanto se tiene y se pierde, más aún en esta era de ídolos cortos, de amores líquidos y de sexo deportivo.
Hubo un tiempo en el que todo el mundo escuchaba a Pablo Iglesias aunque fuese para odiarle. Fue mirado, analizado, atendido (luego asfixiado, demonizado y reventado, que es lo que pasa con las cosas del querer ibérico).
Fue un gurú natural, incandescente, verborreicamente peligroso, imantado, desatado, sugestivo.
Fue el chico más listo de la clase: no le colocabas a un interlocutor-némesis a la altura, en cultura, en colmillo, en humor recalcitrante, a excepción, quizá, de Jiménez Losantos, que dijo que le recordaba a él mismo cuando era gilipollas.
Fue la cara y el cuerpo de un movimiento, del movimiento que necesitaba a un hombre para tener espina dorsal, y a estas alturas del partido (nunca mejor dicho) qué más da si a eso lo llamas marxismo o cristianismo: el caso era encontrar al mesías. Y el 15-M dio con él.
Recuerden que Pablo se llama Pablo en honor al fundador del socialismo español, un poco en modo profecía desde su nacimiento, un poco en modo Harry Potter: con su familia revolucionaria y herida por las fuerzas del mal, con su carpeta forrada con retratos de Bakunin y Durruti, con su cociente intelectual ardiendo, con su elemento físico característico (eso que forja realmente a un icono y que a veces es una cicatriz en la frente y otras veces unos tirantes y otras veces una coletilla chula cayendo sobre la espalda).
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El problema es que Iglesias habló tanto, tanto (cada vez más alto, más iracundo, más avinagrado, perdiendo por minutos el candor del héroe, desgastada ya la inocencia, torpedeándose a sí mismo, vendiendo su sencillez a cambio de un chalé, generando conflicto por todas partes, pagando escoltas a precio de oro con el paneque de Podemos) que un buen día España se levantó y ya no quería escucharle más. Nunca más.
España destronó al republicano.
Quedó expulsado de un coto creado por él, de una casta de otra manera, de un club exclusivo, a la postre. Y eso es porque Pablo estuvo a punto de pedir análisis de sangre a la peña (de los medios, de la Universidad, de la crítica, de la militancia) para comprobar la pureza de la izquierda de verdad: puso usted la nota de corte tan alta, profesor, que acabó suspendiendo su propio examen.
El problema es que Iglesias habló tanto, tanto... que se convirtió en el burro de Shrek. Un personaje que un día fue simpático y ahora sólo es cargante. Por eso se ha hecho Tiktok, la red social que sirve para que te atiendan incluso los que no quieren atenderte, porque es adolescente y estúpida y acumulativa y bulímica y olvidable y uno mama contenido arbitrario, sin pasión, sin enfoque y sin intención, y así no hay quien monte un sarao ideológico con fundamento.
Ahora Pablo, guerillero cultural, después de airear sin pudor sus tintes despóticos y censores frente al periodismo español, se hace un canal para que te lo comas con papas, para perseguirte como el fantasma de tu abuela, para contarte la verdad. A ti. Porque te quiere. Porque te pretende salvar. Porque, como escribía el poeta Julio Martínez Mesanza, "después de haberme dicho muchas veces / que debía mirar de otra manera / las cosas, y que a nada conducía / o tan solo a pobreza o paranoia, / hacer frente al poder organizado / de los inicuos / tomo nuevamente / las armas y, en constante desacuerdo / con el mundo, me enfrento al sincretismo, / a toda ambigüedad y a la tibieza". Alguien tiene que hacerlo, parece decirse. Y quién mejor que Él.
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Es cierto que Iglesias padeció una persecución histórica y salvaje, a todas luces inhumana y lamentable, pero su nula capacidad de autocrítica hoy le impide ver el bosque: nos cuenta, una y otra vez, en su largo ejercicio de victimismo (la manera más moderna y prestigiosa de onanismo) que le derrotó el sistema, pero en el fondo, como sucede casi siempre, fue él quien se derrotó a sí mismo.
Pablo Iglesias es una prueba más de que no se puede crear al hombre nuevo, porque su forma de ser hombre nuevo es idéntica a la del hombre que ha caído en las trampas de toda la vida: sólo otro ejemplo de que la revolución siempre fracasa porque los revolucionarios de arriba traicionan a los de abajo.
¿"Acabará sus días", como cantaba su grupo favorito, Los Chikos del Maíz, "creyéndose Lenin en el asilo"?
Está disparando con el dedo a todas partes, como Eastwood en Gran Torino.
Lo mejor de él, al cabo, es lo mismo que lo que entristece: su inteligencia desnortada, básicamente teórica. Una inteligencia transgresora que nos hizo pensar durante un rato más allá de los límites que el pueblo se autoimponía, una inteligencia desafiante que apretó las tuerkas a los reyes del chiringo, pero también una inteligencia resabiada y conspiranoica que ha acabado aislándole.
La inteligencia sólo sirve en la medida en la que te relaciona con los otros, y más si pretendes ser un cabecilla de izquierdas, un biempensante, un colectivista. Una inteligencia que te deja solo... esa, ¿para qué la quieres?
Una inteligencia que te deja solo, al final, no era tanta inteligencia.
Anteriores entregas de Figuras de la feria electoral:
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3. Cuca Gamarra, la mujer invisible que siempre acaba cercando el poder
4. Las dos caras de Otegi, el hombre culto y paleto (a la vez) que soltó el gatillo