Se fue María Teresa Campos en la madrugada y me desperté con un audio indignado de mi amiga Nora: "Lorena, ¿qué coño acaba de pasar? Tú, estoy flipando. Que se están muriendo todas las de nuestra quinta". Nora tiene 34. Yo, 32. Me reí en voz alta, pero era verdad, porque nosotras somos muchachas con una señora dentro, o quizás sea al revés (quizás seamos todas ancianas habitadas por una niña gamberra). Ya no sé bien, pero seguro nuestro lenguaje es ese, y nuestra impronta, la que mamamos de ellas.
Hace poco despedimos también a Carmen Sevilla y a las folclóricas de nueva generación se nos fue torciendo el morro, se nos fue poniendo cara de huérfanas. Vemos el fin de raza y sabemos que no estamos a la altura. Nuestras mujeres favoritas se están muriendo, sin remisión.
Hembras populares y rebeldes, guasonas, deslenguadas, inteligentes, agitadoras y disfrutonas.
Tías hechas y derechas pero nada derechonas, como la auténtica Campos, en paz descanse la jefa, folclórica también a su modo, porque te descuidabas un segundo y te ponía las banderillas con la sonrisa irónica y dulzona de la interlocutora que se sabe más lista que tú. La tipa que te vacila, que te lleva, que te enrrea. Y tú vas encantado al matadero, bailando al son de la matriarca, pero de jajás.
Ella te lo cuenta mú clarito, pa que tú tentere, pa que no te equivoque.
Yo admiro a la Campos con todo el cuerpo, malagueña como el alma mía, nuestra Oprah de Pedregalejo, eterna, genial y sencilla. Éramos crías y veíamos cómo las vecinas de nuestros descansillos le imitaban el cardado en la peluquería, procurando bajito parecerse al icono, tan familiar a la vez, tan natural.
Nunca se las dio de intelectual, María Teresa, no jugaba a calentarnos la oreja ni a enseñarnos a vivir, pero hablaba y nos cogía por las solapas a través de la radio y la televisión, dondequiera que estuviésemos, como una médium de largo alcance. Nos zarandeaba, nos sacaba del ensimismamiento, nos hacía reírnos a carcajadas y no avergonzarnos nunca de nuestras lágrimas: piensa tú en lo tremendo que es eso, en cuánta humanidad cabía en esa mujercita pequeña y matona, con sus dientecillos chulos asomando entre el labio fino y el pintalabios.
Su manera de estar en el mundo tenía siempre un pie en el futuro y ninguno en el pasado, por eso fue más larga que sus décadas.
María Teresa es un símbolo fundamental para la historia de España porque era mucho más moderna, más feminista, más progre y sindicalista que las mujeres que la seguían. Era una punki plausible, grata y para todos los públicos, y eso inspiró a sus espectadoras para siempre, irremisiblemente, justo cuando ser todo aquello que ella encarnaba estaba penado con el sambenito de un espíritu oscuro, como de zorra sospechosa, o de mala esposa, o de pérfida madre, como de culpable última de lo terrible que sucediese en la familia, en la iglesia, en el barrio o más allá.
Porque a María Teresa también quisieron condenarla a quedarse en casita por las mañanas, que era lo habitual en la época, planchando para el esposo y para la prole, y viendo en televisión alguna cosa que (desde luego) nunca habría sido tan radical ni alucinante como su presencia audiovisual. Qué alegría que llegaste, Campos, amiga lejana nuestra.
Era chavala cuando se implicó políticamente y vino la extrema derecha a amenazarla de muerte, todo un clásico en la gente honorable de nuestro mágico país. Era joven cuando propulsó las actuaciones de cantautores concienciados y contra el régimen, como Serrat o Lluis Llach.
Era brillante y distinta, distinta, distinta. Era graciosa y valiente.
***
Después de ser madre quisieron chafarle la carrera laboral, ¡pero chiquita era ella! Cogió el carril para Madrid en el año ochenta, quedando mal hasta con el del tambor, y embistió como la miura que siempre fue, ganándose su hueco (un hueco que ahora nos parece que siempre la esperó, que siempre fue para ella, porque lo cosió a su imagen y semejanza).
Entonces contaba que tenía que llevar a sus niñas al colegio "más limpias que las demás madres a las suyas", porque estaba sometida a un examen brutal, a un juicio sumarísimo por currar también fuera del hogar. La grada la observaba con maldad, buscándole un descuido. Pero ella siguió a lo suyo y pareció decirles "pues cogedme si podéis".
Y corrió, corrió, corrió. Y nadie la pilló nunca.
***
Se hostió por demostrar que no es que ella trascendiese y no hiciera "televisión para marujas", es que "maruja" era un concepto repugnante y misógino, y se alejó del que fuera su esposo sin divorciarse, porque entonces no se podía, para centrarse en su vocación.
Cuando el hombre se suicidó, el machismo patrio arremetió contra ella, verde y vil como es, sanguinario y ramplón. Me lo contaban mi madre y mi abuela, a la tarde, en el brasero y la merendola de cafelito y brazo de gitano: "Nena, decían los hombres que si ella se había cargao al marío, que si lo había matao a disgustos, que si ella hacía lo que le daba la gana". Y cabeceaban las dos, con vergüenza ajena, como diciendo "no, si quieres nos dejamos chantajear y secuestrar por alguien que nos amenaza con matarse si no le damos la vida conyugal que soñó".
A ella ese suceso la destrozó tanto que apenas pudo volver a hablar del tema. Fue tan horrible, tan crudo, tan injusto. Fue tan sucio cargarle más las espaldas a una mujer que ya llevaba tanto... tanto.
La Campos se refirió a esa pareja suya, escuetamente, en su libro de memorias Mis dos vidas, de la manera que sigue: "Mi matrimonio no había sido muy feliz. Estaba marcado en buena medida por la mala información sexual y ese tipo de cuestiones. Mi primera satisfacción como mujer la tuve con casi cuarenta años. A partir de esa edad es cuando empecé a vivir plenamente mi sexualidad como mujer. He pagado un precio altísimo por ello". Pues arriquitáun.
Ese precio lo pagó por ella y por el resto, enseñándonos a las que venimos detrás que se puede elegir el camino propio y seguirlo sin necesidad de pisar a nadie. Que se puede ser profesional y cachonda, generosa y respetable, sensual y ácida, verborreica y severa. Que se pueden ser muchas cosas... pero no se puede ser María Teresa Campos.
Gracias, conversadora favorita. Quiero pasear de arriba a abajo, por nuestra Málaga, la calle que llevará tu nombre.