Veo esta semana a Fernando Savater haciendo ademanes como una tonadillera, muy sentida y trágica (me recordó a la tía Loli cuando decía "estoy fatá', gracias", y añadía el emoticono del besito) moviendo las pestañas larguísimas dentro de su tormento autocomplaciente y dándole meneos a la bata de cola de medio en medio.
Dice Savater que El País le ha despedido por sus desencuentros ideológicos. Yo digo que España es mi espectáculo favorito.
Me leí el extracto de su nuevo libro que El Confidencial publicó el otro día y tuve que sujetarme las retinas. ¡Con lo que me gusta a mí un fregao! Tocó algunos de mis puntos de goce. Me divierte la insurgencia.
Había dagas francamente cómicas, como la alusión a las "obedientes piezas de encargo fabricadas por mindundis serviciales tipo Sergio del Molino", pero también insultos verdosos al periódico en el que escribe, que resulta que fundó (este argumento sentimental, claro, es irrelevante) y en el que hoy se cisca sin ningún tipo de miramiento mientras aún se lo lleva calentito. O se lo llevaba, hasta hace poco.
El vituperio trascendía a la cabecera y a la línea editorial ("de ser el diario de referencia pasó a convertirse en un risible epítome de la prensa al servicio de la política") para incomodarme realmente cuando llegaba a la redacción, a sus profesionales mujeres ("otro elemento que empeora este diario otrora prestigioso es una desafortunada invasión femenina") y hasta a los lectores.
Al final, el desprecio no es intelectual porque no es enfocado, sino mundial. Al final, todos son muy tontos y tú eres muy listo y te ves gritando solo en un patio de corrala o amonestando a una nube porque no tuvo en cuenta tus peticiones climáticas.
Dice el filósofo que "oponerse con decisión a la izquierda felizmente reinante te deja sin amigos y casi sin familia". Me pilla muy lejos este tono guerracivilista y esa mirada aislante y maniquea. La creo, de verdad, equivocada. La guerra es imaginaria aunque algunos encuentren excitación en sentirse soldados en servicio.
Al avanzar en la lectura de su capítulo fui notando ese regusto amargo, cutre, desfasado. Pasó rápidamente de ser un ejercicio de feliz punkismo a una exhibición de amargura.
Es como cuando el arte vanguardista empieza a parecerse demasiado a vomitar en mitad del patio y a pedir a la grada que precinte la zona y que aplauda tu obra, que es tu esputo.
A mí de Savater siempre me ha gustado su expectorante buen humor, el impactante júbilo con el que llena las habitaciones, su ligereza sarcástica para afrontar la vida y sus cuitas.
Es de esta gente que consigue (que conseguía) que la crítica más mordaz y flemática quedase tan garbosa e irónica que pareciese lanzada en medio de una conversación con un amigo. Su vocación hedonista es la mía, su alegría de vivir es la mía: todo eso que lubrica el pesar del mundo y hace de una conversación encantadora una alcanzable necesidad.
Sin embargo, no encuentro ya nada de eso en este hombre, en este autor. Quizás sus pérdidas terribles le moldearon, y lo lamento de corazón. Es legítimo recrudecerse. Es posible que ese sea el destino de todos y que lo único negociable, al cabo, sea cuándo hacerlo. Él lo retrasó todo lo posible.
En todo caso, volviendo al foco que me interesa (la denuncia de censura, el presunto ataque de El País contra la libertad de expresión), me ha sorprendido que Savater imite tan fidedignamente a la izquierda woke e infantilizada que tanto critica en su libro. Tienen en común que no paran de llorar. El victimismo y el ego son uno. Y se contagian.
Savater conoce perfectamente la definición de censura y esta vez ha decidido, interesadamente, usarla mal adrede. ¿Alguien está confundiendo privilegios con derechos... otra vez? ¿Humillas públicamente a la empresa para la que trabajas y quieres laureles?
Hombre, eso es melifluo e impropio en una mentalidad salvaje.
Tampoco compro la idea de la columna como un espacio de venganza, porque eso es barato y ponzoñoso. Contaba Fernando que se picó bastante porque El País no publicó una reseña de su último libro, y entonces decidió contraatacar en su espacio en el diario. "Fue una descortesía, desde luego, pero también una imprudencia", escribe al respecto, al estilo matón. Entonces resulta que se enzarzan el periódico y él mismo en una lucha ridícula de desplantes mutuos, ¿para qué?
Entre la heterodoxia y la tontería a veces hay sólo un sorbito de cafeína. Yo entiendo que la inteligencia se da cuando una relación es próspera entre dos partes, que el interés se da cuando sólo una de las dos partes es beneficiada, y que la estupidez se da cuando se mantiene un intercambio donde los dos pierden.
Este último era el caso. ¡Con lo bonito que es soltar lastre y dar un portazo! Seguramente, las puertas que cerramos nos definen más que las que abrimos.
Hubiese sido hermoso que Savater se hubiese ido por su propio pie de El País. ¿Qué hay más digno que no hacer de vientre en el mismo cuenco en el que comes? ¿Qué hay más emancipador que pirarse de donde no te comprenden? ¿Qué hay más punki que disparar antes de que te disparen?
Mientras tanto, The Objective ha publicado un artículo titulado Conmoción en Latinoamérica por el despido de Savater de El País. Jajá. No tienen problemas en Latinoamérica ni nada como para estar convulsionando por esto, ¿no?
Me gustan los adultos más que los niños porque ellos se hacen cargo de sus palabras. Me gusta la libertad de expresión. Me gusta casi tanto como la lealtad y la elegancia.
Pero aún me gusta más, si cabe, la honorabilidad, perfectamente resumida en un diálogo glorioso de Anatomía de Grey: "Sabes cuándo debes marcharte y cuándo no debes aceptar menos de lo que mereces. Eres un hombre honorable". Pues eso.