Se ha escrito mucho sobre la "taberna para rojos" de Pablo Iglesias como condensación gráfica del final trágico de Podemos. Pero no tanto sobre la reconversión de Irene Montero en influencer, aún más epifánica si cabe.
Si bien visualizar a la malograda exministra de Igualdad jugar al "yo nunca…" entre chupitos de licor haría ruborizarse al más imperturbable, que la heredera de Podemos haya recalado en TikTok no deja de ser el destino natural de un estilo político de pipiolos jugando a las Administraciones que sólo una vez amortizado hemos podido contemplar en toda su estomagante frivolidad.
Casi invita a la ternura descubrir que Montero se haya dado a la caza de los likes para hacer vídeos tales como 5 canciones que podría escuchar en bucle, 5 libros para empezar con el feminismo o 5 series con las que he crecido aunque luego me haya tenido que deconstruir.
Pero no se trata tanto de una degradación biográfica cuanto de una confirmación del perfil psicológico de quienes un día cogobernaron el Reino de España. Mentalidad adolescente incorregible, cosmovisión forjada a partir de anécdotas, ocurrencias ramplonas, propuestas puramente efectistas, consignas de consumo rápido y lógica memética.
Es el "ejercicio infantilizado de la acción pública" que Pablo de Lora ha caracterizado como una forma de hacer política que en lugar de tratar a los ciudadanos como adultos los concibe "más como párvulos necesitados de 'refuerzo positivo', tan propio de las escuelas infantiles".
Por eso se equivoca Montero al titular una de sus últimas publicaciones 10 cosas que seguramente no sabes de mí. Conocíamos bien que el segmento morado del Ejecutivo estaba a cargo de bisoños insufribles adornados por todas las taras emocionales propias del desmoronamiento moral contemporáneo.
Se le puede conceder, si acaso, el habernos descubierto hasta qué punto tuvimos sentada en el Consejo de Ministros a la quintaesencia de la "tía chulísima" que ni el más vesánico de los caricaturistas habría alcanzado a satirizar con tanto tino.
El TikTok de Irene Montero llegará a adquirir el estatus de documento de valor etnográfico para los estudiosos del futuro. Es prácticamente el Código de Justiniano de las más principales mamarrachadas que ha excretado la decadente política occidental del selfi.
Están todos y cada uno de los rasgos y clichés del arquetipo de la feminidad en la modernidad tardía, del gineceo del "díselo, reina". Divagaciones sobre el "amor tóxico" y la "masculinidad frágil", tatuajes, terapia, tarot y frases de Paquita Salas. Como si hubieran convertido el plató de un pódcast de Inés Hernand sobre el poliamor en un departamento con la potestad de poner a violadores en la calle.
Montero y PAM, su compañera de pupitre, se victimizaron frente a los señoros que no entendieron que se filmasen obsequiándose con flores o tartas de cumpleaños en el Ministerio. ¡Realmente encontraban desconcertante que el contribuyente no compartiese su lúdica comprensión del Gobierno como un escaparate para la sororidad del fandom de Rosalía!
La cofradía del arcoíris quiso protagonizar la feminización de la política española. La superación de las ríspidas maneras viriles por la ternura de los cuidados. Y en este empeño reprodujeron especularmente los estereotipos de la domesticidad (la sensiblería, la vulnerabilidad, la propensión al sollozo fácil), trasplantándolos a una provincia que les es ajena. ¿Qué hay de aquello de "las mujeres no lloran, las mujeres facturan"?
Se trata de la tendencia privatista de los afectos de la que habló Alain Finkielkraut: "La terminología corriente se desprende de los vocablos austeros, y se realiza el sueño moderno de liberar a la humanidad de todos los protocolos bajo la forma radiante de una intimidad general".
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El problema es que, como ha advertido Rafa Latorre a cuenta de Yolanda Díaz (con quien comparte Montero el sentimentalismo, aunque no tanto el tono atildado y meloso, siendo más de prosodia indignada y enfática), "en política lo cursi es el disfraz de lo siniestro".
A este activismo del brillibrilli le anima un fanatismo de la interseccionalidad, un totalitarismo cuqui amparado por el blindaje innegociable de la retórica de los derechos, que ya se ha probado como nada inofensivo.
Sánchez quiso cumplir con la cuota podemita en el gobierno de coalición entregándole a los de Iglesias una cartera en apariencia menor, que sin embargo ha acabado pariendo algunas de las leyes más devastadoras e infaustas de la democracia.
En cualquier caso, que Irene Montero haya quedado relegada a predicadora de TikTok sólo puede ser una buena noticia, porque significa que la indigencia espiritual de la sociedad española aún no es completa.
Y no sólo porque se hizo palmaria la incongruencia de quien prescribe la anarquía relacional, la disolución de la institución familiar, el antinatalismo y la precariedad sólo para los demás.
También porque esta agenda de sobrerrepresentación de microcolectivos y de exaltación del neofolclore de la diversidad sólo puede aparecerse ante el españolito medio como una jerigonza ignota de nicho circunscrita a los delirios circenses de un grupo de amigas sobreideologizadas.