[Este artículo contiene spoilers sobre Mi reno de peluche, la nueva serie de Netflix]
Adoro a Richard Gadd, la mente pensante detrás de Mi reno de peluche y también su actor principal. De alguna manera creo que es la nueva versión de Phoebe Waller-Bridge, la creadora de Fleabag que empezó defendiendo su texto en un pequeño teatro hasta que lo pudo convertir en serie de culto de Amazon.
Esto es porque un texto brillante siempre flota. Siempre. Siempre coge cuerpo.
Algo similar le ha pasado a Gadd, que viene de la precariedad y de las tablas, y que ahora se ve reventando Netflix por sorpresa con una serie rara, espinosa, estomagante, de humor negro e incomodidad creciente, que está protagonizando todas las conversaciones.
El material con el que trata es sensible. Es su propia vida.
En esta autobiografía sentimental, Richard cuenta la historia de un joven camarero que sueña con ser monologuista cómico, sin mucho éxito, y que empieza a ser acosado por Martha, una mujer con sobrepeso histriónica y mentirosa, pero también extrañamente carismática y tierna.
A él le gusta cómo ella le mira. En sus ojos es mejor. Más atractivo, más sagaz, más divertido. Sólo en sus ojos tiene encanto. Sólo en sus ojos existe del todo. Sólo en sus ojos aparca un rato el gran fracaso de su vida. Sólo en los ojos de ella, él es percibido como él se ve: como alguien extraordinario y con mala suerte. Un incomprendido.
Así que Gadd, Donny Dunn en la serie, se vuelve un yonqui de los halagos de Martha, de sus atenciones, de las largas diatribas sobre la personalidad genial de él. Se engancha a esa risa asombrosa y descacharrada que se contagia al resto de la sala, a esa risa que le convierte a él en una criatura hilarante.
Es increíble admitir que es quien se ríe quien tiene el poder, no quien hace reír.
Claro que en este caso estamos hablando de una acosadora profesional que debería haber acabado entre rejas, pero es interesante reflexionar sobre las razones por las que nos gusta estar con alguien.
¿Cuánto poder tiene en nosotros en gustarle al otro? ¿Nos acaba confundiendo y desordenando la vida el deseo de ser admirados? ¿Nos acaba volviendo desgraciados, adictos y erráticos; gente sin dignidad ni agencia? Si Martha hubiese sido una mujer más joven y hermosa, es muy probable que Donny Dunn se hubiese pillado por ella. Hay gente que tiene pareja durante décadas por esas mismas razones.
Yo creo, impopularmente, que Donny anhelaba a Martha de alguna forma, por eso le sigue el rollo a ratos, por eso no la dejaba olvidarle del todo. A él, nada le erotizaba más que sentirse erótico.
¿Por qué es eso menos legítimo que sentirse erotizado por el cuerpo del otro? ¿Por qué su bloqueo sexual sólo se quita cuando se acuesta con ella en sueños? Porque Martha le reconforta. Su pasión canjeada le hace grande, seguro, valiente.
Donny es un ególatra. Un narcisista irritante. Alguien que se ha hecho débil a base de autocompadecerse. Se ama tanto a sí mismo y exige tanto la ovación de los otros que hasta ha elegido dejar de elegir. Le da igual lo que él mismo quiera. Le basta con ser mirado. Su ambición es ser ambicionado. Es temible y ridículo al mismo tiempo.
Es una cucaracha. Es la cucaracha que vive en todos nosotros.
Martha representa todos los amigos que Donny Dunn no tiene. Todas las chicas que no le miraron jamás por la calle, las que nunca eligieron besarle en el instituto. Toda la gente que nunca pensó en él como en una persona valiosa, como alguien a quien observar detenidamente y tratar de comprender.
Martha representa a todos los públicos del pub que no se sonrieron, ni siquiera de medio lado, con la mejor de sus bromas. Si ella le adora, si ella le sigue adorando, la justicia poética rugirá como el motor de una avioneta sobrevolando su pasado. Algo se cicatrizará. Algo dormirá en calma hoy.
Me gusta Donny porque es miserable y lo sabe. No por eso deja de ser una víctima. Tiene ese patetismo y esa mezquindad tan de Fleabag. Esa honestidad brutal que la hizo querida, precisamente porque no trataba de dárselas de santa ni de biempensante.
Lo vemos cuando se avergüenza de la mejor persona que tiene alrededor, Teri, su novia trans. La esconde por los bares de la periferia. Prefiere que le vean con la chalada de Martha que con ella, por si acaso sus conocidos le humillan.
Dice que la ama, pero es mentira. Él no ama a nadie. Tampoco quiere ser amado, porque ser amado también requiere exponerse al cuestionamiento o a la cesión, ¡y eso a él no le interesa!
Teri, que es la única que le respeta y le toma en serio, le enfrenta amorosamente a sus errores, y él se niega a verlos. Y huye. Si no le hacen la cama, no está contento.
Celebro la inteligencia y la profundidad cruda de Richard Gadd para retratarse como lo que seguramente fue: una víctima imperfecta con todo el derecho a serlo. Un tipo que cometió varios errores que no le deslegitiman para reivindicar justicia ni para contar su historia.
Gadd se mira en un espejo cóncavo y es justo con su miseria. Ya ha entendido que el talento nunca se invierte. El talento sólo se malogra. El talento más radical es el que te deja en mal lugar a ti mismo. El talento verdadero nunca es autopromoción.
Más adelante, la serie se vuelve un drama agitado sobre la memoria del trauma, sobre sus ramificaciones, sobre cómo dialogan y se enzarzan los dolores y pánicos de la gente entre sí.
O sea: esto va de heridas interactuando mientras no dejan de sangrar.
Descubrimos que el protagonista fue violado por un tipo que se hacía pasar por pseudocolega suyo, un productor que le decía que valoraba su creatividad y que acabaría contando con él para un guion.
Su conducta de depredador fue de manual. Primero le escuchó, le piropeó y le agasajó, le hizo ganar algunos cuartos en un show gracias a sus consejos. ¡De repente, la gente se reía! Después desapareció, dejándole sin esperanzas. Sin la posibilidad del amigo, ni del agente, ni del mecenas, ni del compañero de palique y noche tóxica.
Un día regresó, cargado de estupefacientes y de planes maléficos y secretos.
Nuestro comediante se drogó con él hasta la saciedad, hasta la pérdida de juicio mental. Quiso agradarle. Tuvo paciencia hasta esperar su momento. Quizás más adelante le propondría algo excepcional, algo que le cambiase la vida...
Se fue desgajando. Fue tocado sin su consentimiento, sin poder defenderse. Dijo "para" y su violador no paró. Volvió al lugar en el que le hería. "Me gustaría decir que no repetí más, pero lo hice", narra.
Así que regresó, también tras ser abusado, a casa de su agresor sexual. Ahí inauguró la relación más larga y prolífica de su vida: la de su odio a sí mismo.
Esto quizá sea lo más interesante de la serie. Que Richard Gadd se dibuja como la víctima anticanónica. Es el chico que le sigue el juego a su acosadora. Es también el chico que vuelve al lugar donde sabe que su violador repetirá el patrón.
¿Por qué? Porque somos humanos y falibles y contradictorios, porque surfeamos las expectativas de los otros con una autoestima maltrecha, porque queremos ganar y ser validados y no sabemos cómo, o porque ni siquiera entendemos que a veces lo primero es a costa de lo segundo. Es de un dolor inmenso.
Es más. Al final de la serie, Donny Dunn nunca llega a denunciar a su violador estilo Me Too. ¡Sólo denuncia a Martha! A él, incluso, vuelve a verle y le acepta un trabajo.
Queda en entredicho la inutilidad de la Policía (la del sistema), pero también la suya. Se acaba defendiendo a través de la narración expectorante y es motivo de alegría oxigenante. Hay quien no encuentra nunca el lenguaje de la revancha y se emponzoña.
Hay que agradecerle a Gadd que nos regale la oportunidad brutal de ver tres verdades radicales con nuestros propios ojos.
La primera es que una víctima tiene derecho a cometer errores y a sacar los pies del tiesto sin dejar de serlo.
La segunda es que la responsabilidad última siempre, siempre, la tienen los agresores.
La tercera, es que todo agresor fue, en algún momento, otra víctima.
A ver cómo nos comemos este cóctel.