La "tía chulísima" ha muerto. En redes se escribe "xulísima", claro, porque se trata de regodearse en la desalfabetización como una forma de transgresión o de desafío a la norma, al canon lingüístico.
No tiene ningún sentido. Todas las "tías xulísimas" de internet han crecido en el Estado del bienestar. Todas han disfrutado de una educación pública y han tenido acceso a bibliotecas gratuitas.
Nada de esto importa. La cosa es epatar desde el rebuzno glaseado. En el fondo, no es que la "tía xulísima" desprecie la norma. Lo que desprecia es la inteligencia. La excelencia. La concentración. La dificultad. La elaboración del discurso.
Las "tías xulísimas" piensan que hablar con aplomo, con seriedad y contundencia, sin fruslerías ni referencias huecas y estratégicamente simpaticonas a la cultura popular, es una cosa como estirada y esnob. Vertiginosa. Inalcanzable. Clasista, incluso.
De esto va la insoportable levedad de la tía chulísima. Todo su empeño está puesto en la simplificación. Quiere sonar ligera, cercana, divertida y natural, pero finalmente sólo suena idiota. Es el histrión. La modernidad pataleando. Si hace demasiado ruido, es que está hueca.
Ser una "tía xulísima" es algo que te dices a ti misma en voz alta, casi siempre subiendo un selfi, como para contarle al mundo que tienes autoestima aunque no lo parezca. Porque, en efecto, no lo parece. La "tía xulísima" se autodetermina.
En esto es como la Ley Trans. Basta con que tú te sientas una "tía xulísima" para serlo y nadie podrá contradecirte ni repreguntar nada al respecto, porque en esta era el pensamiento crítico se considera crueldad personal y de sentimientos está techado el imperio.
A mí la "tía xulísima", encarnada en política en Yolanda Díaz o Irene Montero, me pone de una mala hostia descomunal. Pienso que a las mujeres nos ha costado sudor y sangre poder ser escuchadas como adultas para elegir ahora hablar como niñas.
Es todo muy cursi y muy fútil. Es todo infantiloide hasta el insulto. Y a la peña se le han hinchado las amígdalas de aguantar niñatadas mientras las ciudades les expulsan como a órganos mal trasplantados y casi todo lo esencial es ya un artículo de lujo.
Lo hemos visto en el resultado de las europeas. Esta larga chaladura nos ha salido carísima a los que somos progresistas y feministas y a los que la política nos parece un asunto muy serio.
Pero ¿cómo sorprenderse de estos resultados bochornosos (donde los nazis ya casi nos muerden el brazo) si en la dialéctica patria diaria Díaz se llama a sí misma "motomami" y Montero sube su foto en las urnas junto a un "como diría Bad Gyal, todos votando"?
Un corpus digno de la vieja Súper Pop, de las revistas afectadas con temática "de chicas", de los cumples-sorpresa cantarines en el Ministerio de Igualdad (cuando las amiguitas le sacaban la tarta a Irene y ella aparecía con los ojos brillantes y el bebé en los brazos, que ya me dirás tú qué conciliación es esta), de las jornadas de reflexión en las que Yolanda se iba a hincarse un vermú y a ver Barbie con las "compas".
Es irritante, es sexista. No se puede ser más sistema.
Quiero explicarme. Su política es de meme y en eso no se diferencia tanto de la de Alvise, también alfalfa viral (pero mucho más enfermiza, chiflada y nociva). Lo que hicieron con más arte los ultras es no asediar a las masas a las que pretendían servir.
Porque Díaz, Montero y cía. son la gente biempensante que nos insultó por poner el aire acondicionado un 10 de agosto en Madrid o por no tener pasta o tiempo (es decir, imaginación) para comer más vegano. Se descojonaron de la clase trabajadora y la culparon de sus cuitas simbólicas.
Nos engañaron, nos torpedearon. Hablaron de una "feminización" de la política que no era más que parodia de la dulzura y los cuidados. Les dejaron a los hombres las grandes palabras, las grandes batallas, las grandes leyes, y se preocuparon por lo pequeño, por lo suave, por lo liviano. Por lo que no tiene importancia. Por lo que no cambia el mundo. La "feminización" no puede ser en ningún caso perder sustancia, sino ganarla.
Yo celebro el cadáver cultural de la "tía xulísima" como concepto, porque bastantes estragos nos ha hecho ya su arquetipo diabólico y manoseado. Cada vez estamos más tristes, más quemados, más irascibles. Nos sobra el brilli-brilli cuando salpica tanto el dolor del mundo.
En el caso de Yolanda Díaz me da más rabia y pena aún. En algún momento confié en ella, porque su primera etapa como ministra de Trabajo me pareció brillante y esperanzadora, cuando aún se mostraba digna y contundente y no iba regalándole abrazos y besitos hasta al del tambor por aquello de la "política de la cercanía".
También ella ha sido víctima de un error común y, por cierto, muy masculino: la jerarquiología, lo que se conoce también como Principio de Peter, según el cual "toda persona que realiza bien su trabajo es promovida a puestos de mayor responsabilidad, hasta llegar a uno en que no es capaz siquiera de formular los objetivos de un trabajo, alcanzando así su máximo nivel de incompetencia".
Es exactamente eso lo que le ha pasado como cabeza de Sumar y como vicepresidenta.
Yolanda no es una líder y nunca lo fue. Pero aún cometemos el vicio oloroso y antiguo de creer que sólo se crece si es hacia arriba (como los yanquis catetos).
Se olvidaron de que a menudo se crece más nutritivamente hacia abajo o hacia el lado. Pero, sobre todo, hacia adentro.