Qué alegría me ha dado leer que el Supremo y Llarena han rechazado amnistiar la malversación y han ordenado detener a Puigdemont: así una encara la semana laboral de otra forma.
Es como abrir las ventanas y que corra un viento fresco, porque el viento corre para todos, sin trampas. También nos envenena a todos por igual, y es lo que hay.
Es como hacer una cola humilde y pacíficamente, sin que nadie intente vacilarte ni ponerse delante de ti (porque se cree más listo que tú, porque es más sinvergüenza, porque es mejor actor o se ruboriza menos cuando chulea, porque se aprovecha de nuestro ánimo débil y cansado para montar un pollo).
Es como jugar limpio y ser respetado por ello, hasta en el país del Lazarillo de Tormes, hasta en el país de Gil y Gil, hasta en el país de los trileros más carismáticos del mundo.
Es como no llamar héroe al fullero o "gran gestor de energía" al vago. Es como no confiar en que otros harán tu parte. Es como no subirse encima de nadie para parecer más alto.
Es como ver a un ratero robarle el bolso a una abuela, salir corriendo, ser perseguido, y, mientras derrapa por una esquina como una rata, sintiéndose ya victorioso, tropezarse estrepitosamente y ser cazado.
Es como llamar a las cosas por su nombre: paro al paro, cáncer al cáncer, muerto al muerto, aborto al aborto, violador al violador, traidor al traidor, miserable al miserable.
Es como desmontar una mentira en público y ver al farsante balbucear, verse acorralado en el mismo laberinto de su infamia.
Es como negarse a la genuflexión. Es como quemar el último título nobiliario. Es como reírse a carcajadas del cuento de la sangre azul.
Es como cenar y pagar tu parte y no creer que debes ser invitado. Es como no dar por supuesta la generosidad de los demás. Es como ser un caballero, es como ser una señora. Es como vestirse por los pies. Es como saber que "honor" no es sólo una palabra vieja.
Es como la belleza indescriptible, la soberana libertad de no mandar sobre nadie y de que nadie mande sobre ti.
El mundo está mejor hecho cuando se persigue a un delincuente como Puigdemont, a un tipo de cuarta que nos quiso llamar a algunos ciudadanos de segunda. Es una noticia animosa para la gente normal, para la gente honesta, para la gente justa y cívica, para la gente que lo hace bien y no espera que nadie le dé las gracias porque sabe que es su responsabilidad (hacerlo bien es, entre otras cosas, tener autoridad sobre uno mismo, ocupar con gracia y altura el lugar propio en el mundo).
Esta noticia es un abrazo para la gente decente, para la gente currante y agotada que cuenta los días para que lleguen sus vacaciones, sus merecidas vacaciones, gente que no recibe ninguna financiación singular, ninguna exoneración, ningún privilegio.
Gente que sabe lo que vale un duro. Gente que suda lo que vale un duro.
Gente con ética.
Gente que, al microscópico error o fractura del pacto, será perseguida duramente por la ley.
Gente que se equivocó y lo pagó y no lloró, porque conocía las reglas.
Gente que está harta, muy harta, y, sin embargo, antes de radicalizarse, antes de envilecerse, antes de hacer diagnósticos burdos y crueles, antes de cocinarse en odio y simpleza, antes de votar a la extrema derecha, lo piensa una vez más y confía por última vez en el sistema.
Hay que darles las gracias. Ellos son los justos. Es por ellos que aún no nos fuimos al carajo. Por ellos mantenemos una renqueante dignidad como paisanos.
Sonrío al leer que el TS reconoce que Puigdemont metió la mano en el saco y obtuvo un "beneficio personal de carácter patrimonial". Qué lindo, qué diáfano, qué cierto. Qué trabajito nos ha costado en este país distinguir lo privado de lo público.
Y qué esfuerzo, aún mayor, el reconocer que a veces son indivisibles, sobre todo en el caso de los que son como él: de los artistas, de los magos, de los payasos, de los ideólogos, de los caraduras abiertos veinticuatro horas, de los tremendos paladines de la nada que nos vinieron a salvar de no se sabe qué, fascistas que nos advirtieron del fascismo enriqueciéndose por el camino, blindándose, afamándose, obnubilándose en la epopeya, cosiéndose trajes de víctimas y de estrellas, todo al mismo tiempo.
¡Y todo, sin pagar un sucio euro de su bolsillo! Jajá. Qué genios, a su modo. Si no fuera tan triste, sería gracioso.
Nunca te importa tanto algo como cuando lo pagas. Por eso a Carles esto jamás le importó ni lo más mínimo.
Dice la magistrada Ana Ferrer que ella discrepa: vaya por dios. Es la única de los seis miembros de la Sala que lo hace. Dice que amnistiar a Puigdemont en todo "es el sentido que surge de la letra de la norma, excluyendo sólo los casos en los que se hubieran producido desviaciones hacia supuestos de corrupción personal".
Aquí me detuve. ¿Corrupción personal? Pero si es justo de lo que hablamos: la imposibilidad de desvincular al hombre de la mente y a la mente de la obra. Es todo un artista del desastre, un mitómano de sí mismo. Jugó con lo más frágil (nuestra convivencia) con tal de no ser insignificante.
Puigdemont lo acabó dejando todo salpicado de ego, de delirio de grandeza.
En su retrato de Dorian Gray, cada día sale más podrido, más vil y más viejo. La malversación mancha el espíritu y el cuerpo.