La última excrecencia delirante del fanatismo tardoprogresista nos llega a través de las páginas de El País. En una iniciativa que sólo podía haber salido de la mente de una profesora de la Universidad Complutense coaligada con una periodista de la cabecera del oficialismo, se relata un experimento en el que un grupo de estudiantes de un instituto público hace de cobaya. El título del reportaje: "Las adolescentes que dejaron de compartir stickers para proteger su mente de la barbarie".
La profesora proyecta en tamaño sábana, con el fin de analizarlas, pegatinas satíricas sacadas de los grupos de WhatsApp de las alumnas, de contenido "racista, machista, homófobo o de ideología radical". Porque "no es lo mismo verlos en pequeño, en un espacio íntimo y compartidos de forma anónima, que en gigante".
Cuenta la reportera que cuando se proyectan los dibujos, "las alumnas se echan a reír". Parece que esto supone una inaceptable banalización de los mensajes de odio, lo que obliga a la conductora del experimento a terciar:
"¿Os habéis parado a analizar el contenido? En la primera se está normalizando una agresión sexual; en la segunda se está cosificando el cuerpo de la mujer y se está ensalzando el nazismo; en la tercera se está ridiculizando a la par lo femenino y la homosexualidad". Entonces "los gestos de las estudiantes empiezan a cambiar".
El experimento va más allá del poco recomendable ejercicio de explicar los chistes, que como es sabido implica invariablemente que estos pierdan la gracia. Se trata de que cambie la percepción de los chavales, a fin de que las imágenes que comparten inocentemente pasen a aparecerse como "peligrosas" consignas instigadoras de la violencia.
El reportaje adjunta unas imágenes de las pegatinas impresas en pósits, que al levantarse muestran la traducción de cada meme con la cara de Franco, con la bandera arcoíris tachada o con una polla: "violación machista", "gordofobia". También forman parte del juego unas cartas con el sticker en el anverso y en el reverso, el discurso de dominación que encubre cada uno: "soy racista", "soy homófobo".
La invitación a la chavalada a deconstruir los chistes con los que perpetúan las violencias simbólicas (que según la insondable estadística que manejan las feministas correlaciona positivamente con la violencia real) sigue la misma lógica que la afrenta que la profesora dirige al alumno cazado murmurando: "¿Por qué no lo dices en voz alta y nos reímos toda la clase?".
Quien se solaza con una broma susurrada queda abochornado cuando esta se somete al escrutinio de la colectividad. Se le hace ver que, lejos de ser graciosa, su actitud es propia de una persona perversa. En la pieza del periódico, los chicos posan para el fotógrafo con camisetas decoradas con los "stickers peligrosos", como marcadores de oprobio al estilo de las ordalías medievales.
Lo verdaderamente inquietante de esta práctica cada vez más habitual es que hay quien quiere acostumbrarnos a que el panóptico de la nueva ortodoxia pública biempensante someta a nuestra intimidad a una transparencia totalitaria.
Es la materialización del mantra izquierdista de "lo personal es político", que implica que ninguna parcela de nuestro fuero privado puede quedar a salvo de la infiltración molecular de la ideología, y consiguientemente del control social. Empiezan a apreciarse los efectos de difuminar la línea de demarcación de lo público y lo privado, delimitación fundamental y primera de la política, gracias al consorcio entre la tendencia expansiva del poder y la confusión según la cual el periodismo atribuye interés informativo a las barrabasadas pronunciadas por grupos de colegas en un contexto de distensión y confianza.
Es la misma exposición pública de conversaciones privadas que abrazó la Cadena SER cuando difundió mensajes de un grupo de WhatsApp de estudiantes de Magisterio de la Universidad de La Rioja, considerando intolerables lo que no son sino gañanadas propias de la salacidad aparejada a esas coyunturas. PRISA destapó a quienes escribieron "son muy putas todas" o "hay que partirles las bragas", para ponerlos en la diana del Gobierno y de la furia de la opinión pública, y para instar a la Universidad a expulsarlos e incluso a denunciarlos por delito de odio.
De modo que las cofradías de plañideras que machaconamente alertan por la amenaza del ascenso del autoritarismo son las mismas que abogan por una policía del pensamiento que fiscalice nuestros móviles. La idea es que reine la autocensura en nuestras conversaciones privadas ante el miedo de que nuestros memes de Hitler puedan acabar en manos de los inspectores del pantallazo.
Esto se justifica en que el contenido de nuestras aplicaciones de mensajería insensibilizaría a los jóvenes ante las imágenes pornográficas y violentas. Porque ya no puede haber bromas sin mayor intención, los chicos no saben distinguir el humor de la realidad: todo incita a la violación.
Este esquema delata la comprensión propia de déspotas ilustrados que muchos tienen de la ciudadanía como un parvulario del Emilio rousseauniano necesitado de tutela. Y de ahí su visión de los colegios públicos como campos de reeducación sentimental.
Desde sus orígenes, el programa revolucionario que anima el proyecto izquierdista necesita para triunfar de una reforma cultural profunda que reconfigure los modos de pensar y de sentir según el ideal igualitario. Por eso, el catecismo feminista no puede detenerse ante la realidad, sino que es la realidad la que debe ser cambiada para ajustarse a él.
Sería interesante comprobar, en cualquier caso, si los partidarios de este humor genéricamente enmendado, si los promotores de este tipo de campañas de integridad (o integrismo) moral estarían dispuestos a hacer públicos sus chats de WhatsApp, y si estos se ajustarían a los estándares de la corrección política que enarbolan.