El martes, a las nueve de la noche, yo estaba haciendo algo parecido a lo que hacía todo el mundo en este país, es decir, cortar embutido, abrir una cerveza, notar cómo caía la tarde y esperar a que algo sencillo y caliente, como el partido de España, nos insertase en la alegría. De fútbol no entiendo casi nada: de salchichón ibérico, bastante. Pensé que era eso lo único que me iba a quedar (eso con unos piquitos de pan) cuando en el minuto ocho Francia ya nos había metido una buena bacalá.
Entonces vi a un niño de dieciséis años con aparatos en los dientes meter un gol bellísimo, bellísimo, bellísimo, inapelable. Un gol para sellarle la boca a Zaratustra si se pone a teorizar sobre la naturaleza del hombre. Un gol para entenderlo todo. Un gol para alinear el universo, para ponerlo de nuevo en órbita, para reinaugurar el verano y sorprender a los surfistas y a las guiris blanquísimas que me invaden el barrio.
Hay cosas en la vida que son así. Atronadoras, redondas, fulgurantes. Se me abrió la boca sola y se me cerraron los ojos, como les pasa a los abuelos al sol.
No se puede escapar de la gracia. Ella es más rápida que tú, que cualquiera.
Del talento no se puede explicar casi nada, sólo que es como el amor para Lope de Vega: quien lo probó, lo sabe. Es escurridizo para dejarse definir, pero llega y se te mete en los huequecitos del cuerpo. Te presta una clave secreta y te quita un velo del ojo. Te conmueve. Te da fe. Te da comprensión sin palabras. Consuelo, también. Y envidia, casi siempre, aunque al talento de los demás sólo se le deba estar agradecido. Te acaba salpicando porque rebosa.
El talento se defiende por sí solo.
El talento es algo que nunca nadie se merece y que sólo sirve para dilapidarlo. Esa es su mayor honorabilidad. El talento tiene valor, pero no tiene precio, por eso su destino es ser malgastado. Los suyos no son los cánones mercantiles del mundo nuestro. Siempre es mucho, siempre es demasiado poco. No te lo cambian por una cabra, va sordo a la bolsa, jamás está en oferta (porque se suda, y cuando el talento suda, suda sangre).
El talento no se gestiona porque no se puede organizar, sólo arranca porque sí, como el primer chorro del Guadalquivir en Cazorla. Asoma la cabecilla un poco por la cara, entre dos piedras y un yerbajo, destrangis in the night, como cantaba Estopa. Luego se renueva, como una fuente inagotable, natural, fresquísima, potable, por eso el talento te deja así, con cara de tonto, como diciendo "¿qué cojones?", atrincherado en el asombro incluso en el siglo en el que ya nada nos asombra.
Es como ver un pájaro azul, forastero e insólito desde cerca, comiéndose un cachito de pan de tu mesa del chiringuito, desafiándote y sin tenerte miedo. El talento no te teme porque nunca se le caza. Tú no vas a hacerle daño. Total, no puedes.
Yo vi a Lamine Yamal y capté al hombre-balón, al hombre-juego, al hombre-milagro. Un hombre que era un ejército en sí mismo, como un dios antiguo, octópodo, mitológico. Volaba el niño grande como yo vi volar de niña a Oliver y a Benji. Es la ascensión del pibe al que todo se la pela bastante, por eso goza de levedad. Aún no conoce las cargas de la existencia y se eleva bajito. Levita disimuladamente, como para no humillar a los bípedos que caminamos pegados al suelo.
Si tienes el talento que tiene él, tu cuerpo no es sólo tu cuerpo. Se prolonga y es interminable como el miedo.
Pienso en lo que decía Ángel González: "Largo es el arte / la vida, en cambio, corta / como un cuchillo". Eso es el genio, es el tronío. El talento te vuelve un médium. No importas tú, importa algo más grande, algo que haces con él, algo que tienes que hacer saber urgentemente. Un exabrupto poético.
Decía Lorca: "Al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre". También decía que tiene sonidos negros, y cultura viejísima, milenaria, secreta (las cosas que sabes, pero no sabes por qué sabes) y que te sube de los pies a la cabeza y no al revés, ¡qué cosa, carajo!
Lorca, además, distinguía entre duende, ángel y musa. Sugería que el ángel y la musa son externos, te van por encima. El ángel deslumbra, la musa dicta, pero "la verdadera lucha es con el duende". O sea, el duende te ocupa el cuerpo. Te suplanta. A veces, toda la vida, y ríete tú de Ghost.
Decía Truman Capote: "Cuando dios le entrega a uno un don, le da también un látigo, y ese látigo es para autoflagelarse". Decía Goethe: "El talento es un poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica".
El talento tiene una cosa que da mucho coraje a los demás, a los obreros de las cosas, y es que se hace sin esfuerzo. El talento consigue que todo parezca sencillo. No se puede emular, lamentablemente. Por eso hay tanta peña enfadada, porque el talento no se imita, no es una técnica, no es un entreno. Es una mezcla enigmática de genes y espíritu. Es saber que las cosas sólo podían haber sido de esta manera, bajo esta luz, en este segundo, y de ninguna otra forma. Es saber que ningún otro muchacho que no se llamase Lamine Yamal, que no tuviese dieciséis años y rizos oscuros y tintados sobre la frente, hubiese podido marcar el gol que fue marcado el martes.
El talento es entender que hay algo escrito y algo recién creado, todo al mismo tiempo. Lo viejo y lo nuevo. La memoria y la fantasía. Esto y lo opuesto se mezclaron en ese minuto nocturno y brujo. Y entonces pasó algo único, irrepetible, vivo, móvil, húmedo, con una anatomía complejísima y acompasada como la del beso.
El talento, sobre todo, es personalidad.
El talento, muy a menudo, te vuelve un auténtico desgraciado.
No sé quién decía que los genios sólo sonríen cinco días al año.
Lamine Yamal ya lleva unos cuantos más.