Si hay algo que está quedando claro con el tema de los menas es que la solidaridad interterritorial era un cuento. Ya no es solo la cuestión de la financiación, la educación o la sanidad. También lo es el reparto de cuotas de inmigrantes y la hipocresía micro regionalista. España se piensa desde la fragmentación.

Cataluña, coherente con su nacionalismo clásico, es la primera que se cierra en banda excusándose en un problema que ella misma se creó. Pujol decidió que era mucho mejor la inmigración de origen islámico que la hispanoamericana porque sería mucho más probable que un pakistaní se integrase lingüísticamente en Cataluña que un hondureño. Era un plan sin fisuras. Si la lengua es lo que determina la nacionalidad, todo el que no hablase castellano y lo hiciese en catalán sería un payés de toda la vida. Pero los Plá de Pakistán que imaginó el pujolismo no eran más que otro delirio del laboratorio nacionalista del que ahora no saben cómo librarse.

Un muchacho llegado en cayuco, esta misma semana, a la costa de Arguineguín.

Un muchacho llegado en cayuco, esta misma semana, a la costa de Arguineguín. Ángel Medina G. EFE

Esta historia es conocida, y no hubiese sido tan difícil salir de ella si el resto de España no se hubiese catalanizado también. Cataluña fue la primera, pero después han venido todas las demás Comunidades Autónomas. La solidaridad territorial es un cuento y el problema de Canarias no se siente como español porque cada territorio se piensa desde sí mismo y para sí mismo. Tampoco se entiende que el agua sea una cuestión nacional, ni la seguridad, ni la Universidad, ni la investigación, ni Doñana, ni la EVAU. España hace mucho tiempo que se piensa a sí misma desde la fragmentación territorial.

Nuestro país es lo contrario del panóptico de Bentham. El utilitarista inglés diseñó unas cárceles en las que cualquier lugar fuese visible desde la torre del vigilante. España es exactamente todo lo contrario. Un espacio compuesto por muchos puestos de vigilancia que no se ven los unos a los otros. Es una inversión radical del punto de vista, un hábito intelectual, una costumbre política que ya es transversal y que consiste en no ver nunca el conjunto.

Recuerda a la Castilla previa a los Reyes Católicos, la de las guerras civiles, la que plantó una atalaya en cada iglesia para defenderse de sus vecinos. Esa Castilla fratricida que la reina católica tuvo que machacar descabezando todas y cada una de las torres de cada uno de los señoríos. Porque nuestra gloriosa tradición, y el historicismo que la idealiza, olvida a menudo que en nosotros también está el virus de la disolución. Castilla no solo se fortificó contra los musulmanes, sino que lo hizo principalmente contra sus hermanos.

La crisis migratoria es un problema real, pero su intensidad está magnificada por el punto de vista desde el que se observa. No es lo mismo mirar al extranjero que viene en patera desde la división y la confrontación que desde la unidad y la fortaleza. El problema es el mismo, pero no la intensidad con la que es percibido.

La xenofobia es a la política lo que las llagas en la boca son al SIDA. Cuando se manifiestan es porque hay algo en el sistema inmunológico que fallaba desde hace tiempo. Por paradójico que parezca, el miedo al extranjero nace de algo que sucede dentro de las fronteras, y no de lo que viene más allá de ellas.

Por eso es tan repugnante hacer política xenófoba, porque equivale a poner vendas encima de las llagas infectadas. Lo que se presenta como solución agrava el problema.

Es necesario distinguir que, si la inmigración es un problema, es porque entran en el país más personas de las que se pueden atender, y no porque sean extranjeros/criminales que vayan a acabar con nuestra historia, tradición o religión. En el centro de una preocupación está la atención debida al necesitado, en el centro de la otra está el nacionalismo y la xenofobia.