Admitámoslo: nadie viajaría en metro si todo el mundo pudiera permitirse desplazarse en transporte privado o en taxi.

Sólo hay dos clases de personas a las que les gusta el metro (o eso dicen) en tanto que tal: los progres, para quienes todo lo colectivo está nimbado por una especie de aura encantadora, y los escritores y cineastas urbanos, que viven de romantizar los entornos que para el resto de mortales resultan de lo más prosaico.

En el caso de los segundos, el interés es probablemente genuino, porque sienten a través de la idea, y ven la realidad estetizada por las formas. En el caso de los primeros, no se trata más que de una elaboración ideológica habitual en los fetichistas de lo público, entusiastas también del patriotismo sanitario y tributario, y que en muchas ocasiones ni siquiera tienen que coger el suburbano porque la línea no llega hasta la urba de Aravaca.

Un vagón atestado del Metro de Madrid.

Un vagón atestado del Metro de Madrid. Europa Press

Para quienes no tenemos las aptitudes de un Woody Allen, y somos pobres pero tampoco sentimos un particular orgullo por ello, el metro se nos aparece de manera más pedestre.

Un vagón de metro a hora punta evoca un convoy de transporte de ganado bovino (a eso nos reduce en esencia el régimen socioeconómico neoliberal) camino del matadero (el puesto de trabajo al que cada cual va a dar con sus huesos). Los pasajeros exhibimos un idéntico aspecto mortecino y análogo semblante estulto al de las reses, y se oye un barullo igualmente estridente. Si hablamos del verano, también traen reminiscencias ganaderas las vaharadas pestilentes que flotan de cuando en cuando en el ambiente.

Además, con la evolución de Madrid hacia la "Miami de Europa", uno puede incluso disfrutar puntualmente de alguna reyerta entre pandilleros, lo cual le confiere un inequívoco tinte exótico a todo el conjunto.

Yo, que soy profundamente elitista (es decir, que pienso que al pueblo no hay que darle lo que quiere, sino lo que podría querer en la mejor versión de sí mismo), me cuento entre quienes, para hacer menos indigesto el mal trago de recorrer la Línea 1 madrileña de cabo a rabo, van leyendo en el transporte público.

Concentrarse en las páginas adquiere tintes de proeza entre los altavoces atronadores de los raperos de freestyle, las guitarras eléctricas, las bicis de Glovo, los vídeos de TikTok a todo trapo y las agrias querellas por los asientos libres.

Soy uno de esos diletantes que podrían perfectamente aparecer en las fotografías de la cuenta de Twitter de Gente leyendo en el metro, interesante muestrario para voyeurs literarios, con un volumen de Flaubert entre las manos.

En su correspondencia, el autor de Madame Bovary lamenta que "la mediocridad se infiltra por doquier", y por eso llama a "hacer todo lo posible para poner una barrera a la ola de mierda que nos invade. ¡Elevémonos hacia el ideal!".

Tiene gracia leer estas páginas mientras se observa de reojo el tráfago de viajeros. En la Línea 1, los atestados vagones prácticamente se vacían en la tríada de paradas Sol-Gran Vía-Tribunal. Un cuadrante de Madrid que cualquiera en su sano juicio evitaría concita sin embargo el interés de la mayor parte de los domingueros.

En lo que podría llamarse la milla de oro de la vulgaridad, la oferta de ocio es ilimitada. En este triángulo uno puede agolparse a las puertas del Primark, sacarse fotos con un panda gigante, recibir las preguntas indiscretas de un cantamañanas con un micrófono y una cámara sobre su postura sexual favorita o disfrutar del último stand de marca gigantesco que ha secuestrado lo poco que quedaba de acera sin explotar pecuniariamente.

A las habituales críticas izquierdistas al "elitismo" que delatarían las denuncias de los pasatiempos grotescos de la muchedumbre, se le ha sumado entre la derecha una corriente cultural de revalorización de lo popular.

Pero popular es el teatro de Jardiel Poncela y los monólogos con chistes de mal gusto de un cómico estrafalario. Popular es la tahona de barrio con menú del día y las cabinas sin alma del McDonald's. Populares son las corridas de toros y la enésima entrega de la saga de películas de Leo Harlem. Populares son los torreznos y los gofres con forma de polla.

Lo popular sin un asiento tradicional y una pauta vertical jerarquizadora es casi siempre disolución y adocenamiento. Esto sólo lo niega quien confunde al pueblo con el populacho, y lo popular con lo masificado.

Cierto es que el trayecto en metro sería un poco menos ingrato si se paliara la crónica desatención que sufre. Especialmente en las líneas que, como la 1, reúne al mayor número de curritos, desarrapados que por lo común no cuentan en los grandilocuentes planes de quienes troquelan las ciudades con arreglo a ensoñaciones de metrópolis financieras globales.

Por eso, esta época del año es la de la avalancha de quejas de usuarios en Twitter, que se acuerdan de todos los difuntos del sufrido comunity manager de la cuenta de Metro de Madrid, a las que este sólo puede responder con la invariable coletilla "pasamos un aviso, muchas gracias".

Las frecuencias de paso en días de especial afluencia rondan los diez minutos. Los prehistóricos trenes, que se calan a cada poco como una cafetera destartalada, se eternizan en cada estación. Y el aire acondicionado no funciona en uno de cada dos vagones aproximadamente, lo cual hace aún más extrema la experiencia cuando los termómetros frisan los cuarenta grados.

Son frecuentes las mofas de los extracapitalinos cuando los usuarios se quejan de todas estas incomodidades ante la cuenta de Metro. Estos madracas ombliguistas, que lloriquean porque los trenes pasan cada cinco minutos. ¡En Granada la frecuencia es de media hora!

Es innegable que los madrileños acusan muchas veces la inopia aparejada a la vida ensimismada de Corte. Pero estas descargas de bilis rezuman un provincianismo de lo más cateto. Porque si el autobús de Badajoz pasa cada diez minutos en lugar de cada cinco, la diferencia es prácticamente imperceptible, mientras que una frecuencia de más de tres minutos entre tren y tren en Madrid puede significar la diferencia entre poder respirar o morir sepultado.

Madrid es una ciudad de más de tres millones de cadáveres, según las últimas estadísticas. Y más de dos millones se desplazan diariamente en el metro.