Hace unos días, mientras paseaba por la Via della Conciliazione, me llegó el enlace a un vídeo en el que un chico joven, al parecer argentino, al parecer de 21 años, explicaba por qué no quería trabajar.

Su argumento era que, a pesar de tener 21 años, no estaba en la obligación de hacerlo, porque había nacido sin su propio consentimiento. Nadie le había preguntado si quería estar en este mundo, nadie había tenido en cuenta su opinión, nadie había pensado que tal vez se opondría a ello. Por ende, les tocaba a sus padres, primeros responsables de que él estuviese aquí, hacerse cargo de su vida y mantenerle.

Se trata de un vídeo de menos de un minuto que desde luego da qué pensar. Porque por muy puntual, anecdótico o estrambótico que parezca lo que cuenta este chico desde la soledad de su habitación, nada más verlo me vino a la cabeza la historia de un joven de la India que hace unos años aseguró que iba a demandar a sus padres por haberle obligado a nacer.

Imagen de la ciudad de Roma al atardecer.

Imagen de la ciudad de Roma al atardecer. Turismo oficial de Roma.

No queda muy claro si al final llevó a cabo tamaño disparate, pero uno de sus propósitos al contar esto en YouTube era que todos nos diésemos cuenta de que habíamos nacido sin nuestro propio beneplácito. Nosotros, pobres ignorantes e ingenuos, necesitábamos que nuestro entendimiento fuese iluminado por este señor por el simple hecho de que nos guste esta vida. O, por lo menos, no nos desagrade demasiado.

Uno de los pensadores detrás de esta corriente antinatalista es el sudafricano David Benatar, un filósofo pesimista, que opina que reproducirse es intrínsecamente cruel e irresponsable. No sólo porque cualquiera puede encontrarse a lo largo del camino de la vida con un destino horrible, sino porque la vida misma está "impregnada de maldad". Ya escribió en su día Calderón de la Barca que el delito mayor del hombre era haber nacido. Y parece ser que también lo es dejar nacer a los demás.

Volviendo a las palabras empleadas por el joven argentino, la afirmación de "a mí nadie me ha pedido mi consentimiento para nacer" lleva implícita la cuestión sobre el sentido de la vida. Y su ausencia.

Por qué vivir. Para qué. Dos de las preguntas más cortas y más profundas que se ha hecho el ser humano desde los albores de la historia y que, progresivamente, se han ido vaciando de todo contenido. Entre el relativismo más voraz y el nihilismo más absoluto, poco nos han dejado en la actualidad con que rellenar esas tinajas que encabezan.

Pero hay algunos puntos luminosos que encaminan hacia una respuesta menos desoladora. Viktor Frankl, testigo del horror más absoluto, tenía claro que lo primordial para vivir era vivir con un sentido, con un propósito. Con la mirada puesta en un fin.

Pero también tenía claro que "vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo". Asumir la responsabilidad de buscar, de pasar a la acción, de superar esa sensación tan melosa y aplanadora que es la comodidad de vivir sin anhelos, sin búsquedas ni encuentros.

Cuando los padres de este joven argentino, igual que los padres del joven indio, y probablemente también los tuyos y los míos, decidieron traernos al mundo, lo hicieron porque confiaban en que seríamos felices. Por lo menos, un poquito. Tenían esperanza en que nuestra vida merecería la pena, aun con sus horrores, sus miserias y sus pesares. Confiaban en que encontraríamos nuestro camino.

Pero para alcanzar ese punto, para encontrar el propio sentido de la existencia, hay que atreverse y ser capaz de dejar atrás los límites, tan estrechos, tan reducidos, de la existencia centrada en uno mismo. Salir de las propias cuatro paredes, dejar de mirarse el ombligo y ser lo suficientemente valiente como para mirar al otro, para mirar a fuera y creer que se puede hacer algo de valor, algo significativo. Algo bello.

En el momento en el que me llegó el vídeo del joven argentino, yo estaba paseando por el centro de Roma. Era por la tarde, en el momento de la golden hour. San Pedro se podía advertir al fondo, hacía aún mucho calor, pero ya se respiraba con menos dificultad. La belleza del entorno era sobrecogedora y en ese momento no entendí nada, pero lo comprendí todo.

¿Cómo no querer ver esto, cómo no querer ser partícipes de esta belleza y estar agradecidos por ella? ¿Cómo no querer admirar la grandeza y la pequeñez, lo bello y lo grotesco, sentir la alegría y la angustia de esto que es el vivir?

¿Cómo no querer compartirlo y hacer a otros partícipes de ello?

No lo sé. Lo único que sé es que por ese chispazo de generosidad, yo también nací sin mi consentimiento… Y menos mal.