Es verano y a estas alturas ya sabemos que la literatura hace daño. Sabemos también que todo está lleno de ella: que es inescapable, que el mundo resulta tórrido en su épica e incómodamente sentimental. Lo pienso viendo en la tele a Rafa Nadal, un buen tipo que nunca me ha hecho sentir gran cosa como personaje pero que, según los mentideros, exuda heroicidad.
¿Por qué? No lo sé. Llevo años investigándolo.
Algunos de mis amigos hablan de él como si hubiese salvado a quince niños del fuego. “Tus huevos, Rafa”, dicen, como con cierta glotonería, como con sonido redondo y bravo. Sonrío ante las ocurrencias de los muchachos. Les cuesta decirles a sus madres que las quieren o a sus novias que están guapas pero las pelotas de Nadal las tienen siempre en la boca: esta es la heterosexualidad cañí dominante.
De entrada, ya me da cierto pudor hablar de “Rafa” como si fuera mi primo hermano. Es la familiaridad vertiginosa y un poco wannabe de los que han creado un diálogo eterno con su ídolo sordo, como los presuntuosos que llaman “Gabo” a Gabriel García Márquez. Te lo calzan en una frase tan resueltos que cualquiera diría que hubieran estado echando un carajillo ayer tarde con él. España es un patio de corrala y nuestra especialidad es la chanza vecinal, o lo que mi abuelo llama “el estilo compadre”: el enganchar a un ilustre señor por la pechera y contarle cuatro verdades que has amasado contigo mismo, invitarle a una caña y escupirle un poco al hablar en caliente, así como a nosotros nos gusta, con pasión y regadío.
Entiendo que Nadal pueda estar secretamente quemaíto de esta cosa campechana que legitima que todo el mundo le hable de tú, un poco como le pasa a Los Javis. No hay nada peor que un español cuando coge confianzas: y lo digo por mí la primera.
El meme acecha. Todos tendemos a la autoparodia, como dice a menudo mi amigo Dani Mediavilla, pero unos más que otros. Esta cosa de Nadal del esfuerzo sobrehumano a mí me parece un poquito pasada de rosca, y desde hace rato, desde luego, rayana a la vez en la comedia y en la tragedia, en un revuelto raro de jugos gástricos. Una superación torticera, chifladilla. No era necesario este numerito, no era necesario llegar a la mutilación por el camino del sudor hercúleo. Me da ternura y me incomoda al mismo tiempo.
La perfección siempre tiene algo de monstruoso, y Rafa Nadal ha sido perfecto. Lleva años brillando como sólo brillan las cosas que están a punto de romperse. Por esa primera grieta se filtran el sufrimiento y la gloria.
Leí por ahí que la elegancia es cuando dices “basta”, y Nadal no ha sabido decirlo. Así que tenemos que asistir, como ahora, a una autodegradación que nos deja el gesto mohíno, torcido, gris. Él lo vivió primero y se fue haciendo progresivamente de cera. Es como si hubiera perdido movilidad en las curvas del rostro.
Luego siempre aparece el notas que dice “¿y los niños? ¿Y el ejemplo que le da Rafa a los niños?”. Hombre, yo hijos aún no tengo, pero a mí me parece edificante para los críos que hablemos de que nuestra salud importa, de que nuestro bienestar importa, de que nuestros derechos laborales importan. Hablemos de clavarle un límite a nuestra neurosis. Hablemos de que la vocación es un hermosísimo agujero negro del que no se suele salir con vida.
Rafa Nadal va perdiendo miembros del cuerpo mientras piensa que somos todos unos flojos de la hostia: la verdad es que eso lo pienso y me río. Le entiendo un poco, oscuramente. “¿Pero qué dicen estos majarones?”, se contará a sí mismo. “¿Saben lo que es amar algo? ¿Saben lo que es ser el mejor en algo? ¿Saben lo que es poner el cuerpo al servicio de una idea?”.
Nadal es un adicto a la dignificación que nos espera después del dolor. Es Jesucristo. Este es su hallazgo cultural y este es también el nuestro: España le ama porque somos un país criado en la filosofía cristiana del sacrificio, del matarse por algo más grande y bueno que uno, del sufrir bastantillo porque sufrir limpia y espabila. Vamos, espabila tanto que te resucita. Es nuestro culto a la muerte.
Yo la verdad es que prefiero la vida, el goce y la felicidad. Es la tontería que tengo yo en lo alto: que elijo ser bípeda y dejar de competir a tiempo, por lo que sea. Soy sólo una hedonista moderna, pero respeto a mis mayores.
Me consta que Rafa Nadal es Marca España (su personalidad ha versado clásicamente sobre el cuerpo, la templanza, el punto medio de las cosas, la cabeza sobre los hombros...), pero la Marca España que me conmueve a mí es más bien la opuesta, es decir, la de El Quijote, porque es, de hecho, antiempresarial (y nunca haría acuerditos pecuniarios con Arabia Saudí). El Quijote es la psique, el idealismo, la capacidad de encontrar la aventura a la vuelta de la esquina, la ironía, la fantasía quimérica, el romanticismo, la generosidad, el disparate... y una lucidez recobrada cuando ya no hace falta para nada. ¡Es que la lucidez, en verdad, nunca fue tan importante! Es que la rectitud es para los muertos.
Sé de los valores que se le celebran a “Rafa”, muy honorables y tal, lo que sucede es eso: que no me interesan. El esfuerzo está sobrevalorado. La terquedad está sobrevalorada. La humildad está sobrevalorada. A mí me gusta el talento y me gusta la chulería, la diversión y la personalidad. Defenderé a mis santos caídos hasta el final. Mis ídolos son más deslenguados, más salvajes y vanidosos. Pero cada cual…
Eso sí, nunca les discutiré a ustedes esto: no hay nadie más español que Rafa Nadal. Siempre se queda hasta la última, hasta el after más perro, cuando todo ha perdido ya una gracia que no vuelve, una magia que se escapa gota a gota.