A poco más de 24 horas de unas elecciones a las que han sido convocados 37 millones de ciudadanos, EL ESPAÑOL quiere compartir algunas reflexiones con sus lectores. En apenas ocho años, este periódico ha conseguido un hito al liderar de forma simultánea los dos principales medidores de audiencia gracias a la confianza que en nosotros depositan entre 16 y 20 millones de usuarios mensuales. Esto nos obliga a poner el foco en la responsabilidad social de EL ESPAÑOL y en la rica pluralidad de nuestros lectores, que tienen distintas sensibilidades y afinidades políticas.
La idea de pedir el voto para un partido en concreto está más vinculada a la era de los medios impresos, con audiencias más limitadas y compactas, que a este tiempo de los medios digitales, más abiertos y con bases lógicamente plurales. En este periódico comprendemos por tanto que nos corresponde, antes que solicitar el voto para una formación u otra, defender los valores y principios liberales y progresistas que nos acompañan desde nuestra fundación.
Después de una agitada legislatura liderada por el PSOE junto a Unidas Podemos, y a la vista de su alianza estratégica con EH Bildu y ERC, es imposible cerrar los ojos a los efectos nocivos de esta combinación. España necesita que de las urnas surja este domingo un gobierno estable e independiente de los tres populismos que condicionan la vida española: el soberanismo periférico, la extrema izquierda y la extrema derecha.
La peligrosidad de los tres está fuera de dudas y su origen es claro. Tanto la mutación de los nacionalistas en beligerantes separatistas como la radicalización de la izquierda y la irrupción de una derecha populista y excluyente son producto de la crisis financiera de 2008. Cuando amplios sectores de la población sufren penalidades, los demagogos siempre aprovechan para ofrecer soluciones de brocha gorda a los problemas complejos. Estos partidos han ocupado hasta ahora un tercio de los sillones del Congreso de los Diputados y atraen como agujeros negros a las opciones moderadas para condicionar sus mayorías y sus programas.
Además, y por primera vez en dos décadas tras la evaporación de UPyD y Ciudadanos, los españoles acudirán a las urnas sin poder escoger una papeleta que represente específicamente al centro político: el espacio con el que se siente más identificado este diario.
En estas elecciones hay mucho más que un Gobierno en disputa. España se juega seguir una dinámica de polarización o recuperar los elementos perdidos de la transversalidad que tan beneficiosos fueron en los momentos clave de la Transición.
Los españoles deben ser muy conscientes de la utilidad de su voto. Y no tienen para ello otra referencia, más allá de los programas de los partidos, que los sondeos de las empresas demoscópicas.
Cuando los sondeos son bienintencionados, como ocurre en la mayoría de los casos, tratan de reflejar con un lógico margen de error la realidad. Pero cuando no lo son, intentan condicionarla e incluso manipularla en beneficio de sus patrocinadores. El caso del CIS, sobre todo desde que lo dirige el socialista Tezanos, es un ejemplo de injerencia contraria a la democracia.
Hace tiempo que los españoles no se llevan a engaño con el único organismo demoscópico que prevé una victoria del PSOE. Pero, aun así, no se puede despreciar su influencia. Ante esta situación, es más lógico apelar a lo que dicen todos los estudios fiables, ya sean cercanos a los medios de comunicación conservadores, a los liberales o a los izquierdistas. Todos sostienen que el PP va a ganar las elecciones. La gran discrepancia estriba en la diferencia de escaños que Alberto Núñez Feijóo le sacará a Sánchez.
De cumplirse lo previsible, se abrirán tres escenarios. Descartada prácticamente la mayoría absoluta, cabría un triunfo muy amplio del PP, a partir de los 150 escaños, que pudiera llevarle a gobernar en solitario siempre que el PSOE o Vox se abstuvieran en la investidura. Si el triunfo es más tímido y no supera en escaños a la suma de PSOE y Sumar, el PP necesitará el apoyo activo de Vox. Si saca poca distancia al PSOE, cabría una mayoría de la izquierda con los nacionalistas o un bloqueo parlamentario que condenara a los españoles a una nueva convocatoria electoral.
Con estas opciones, las preferencias están claras. Al conjunto de los españoles les conviene una victoria del PP con la suficiente holgura como para escapar de la influencia perniciosa de Vox y que le dé la autoridad moral para pedirle al PSOE que facilite la investidura y negocie grandes pactos de Estado con Feijóo.
Ningún español es ajeno a la negativa de Pedro Sánchez a esta posibilidad. Pero es bien sabido que un político depende de la aritmética parlamentaria y de la sensibilidad de sus bases, y no es lo mismo lo que se dice un día antes de las elecciones que un día después. Incluso es posible que, a partir de la próxima semana, coja peso la posibilidad de un cambio en el liderazgo socialista si los resultados no acompañan a Sánchez.
Del mismo modo, es importante para el país que los votantes de izquierdas se decanten antes por el PSOE que por Sumar para que la correlación de fuerzas favorezca a un partido socialdemócrata con experiencia de gobierno durante casi medio siglo de democracia antes que a una ensalada de siglas populistas y, en algunos casos, con valores contrarios a los principios constitucionales. Con una extrema izquierda débil será más fácil que el PSOE se abra a negociar con el PP y anteponga el interés general a las pulsiones personales.
Es muy importante que nadie se abstenga este domingo. Que no se bajen los brazos después de una larga y tóxica campaña. Que se haga un esfuerzo a pesar del sofocante calor de julio. Los españoles nos jugamos la gobernabilidad y la paz social de nuestro país.