Ahora que, finalizado el ultimátum israelí de evacuación de 24 horas, Benjamin Netanyahu ultima la invasión de Gaza y la nueva "fase contra los terroristas", procede recordar que Israel está ante un desafío notable y crucial: acabar con Hamás sin actuar como Hamás.
Cabe reconocer que esto no es tan sencillo como algunos intentan transmitir. La organización terrorista controla cada palmo del territorio de la Franja, y sus miembros forman una urdimbre difícilmente extricable con los ciudadanos gazatíes.
Pero lo que está claro es que las represalias israelíes no pueden estar animadas por el espíritu de la venganza y el escarmiento generalizado. Es decir, la operación en Gaza no ha de ser efectista, sino efectiva.
Y no sólo desde la perspectiva palestina. También desde el propio interés israelí en no ver deteriorada su imagen internacional. Y más cuando el asalto de Hamás ha tenido el propósito, al igual que el de Hezbolá en 2006, de dinamitar la estabilización de relaciones de Israel con sus vecinos y su aceptación en el mundo árabe.
Huelga enfatizar que, por mucho que pudieran llegar a extralimitarse las fuerzas armadas israelíes, nunca podrán equipararse a los atentados premeditados y atroces perpetrados por Hamás, que realizó incursiones en domicilios de habitantes de la frontera con el único objeto de asesinar, violar y secuestrar el mayor número de judíos por el mero hecho de serlo sin distinción, y que llegaron a masacrar vilmente a niños indefensos.
Resulta también ocioso recordar que Israel tiene derecho a garantizar su seguridad y por tanto a defenderse, lo que incluye la legitimidad para invadir Gaza. Pero sería un ejercicio de parcialidad no recordar que el mismo derecho humanitario internacional que le reconoce a Israel la potestad de contraatacar también establece que el uso de la fuerza debe ser necesario y proporcionado.
Es razonable que en los últimos días haya crecido paulatinamente la discusión en el seno de la Unión Europea, la ONU y las organizaciones de derechos humanos sobre la legalidad y la moralidad de algunas de las acciones israelíes. Tal es el caso el bloqueo total de los suministros, la destrucción de infraestructuras civiles, el desplazamiento forzoso y acelerado de los gazatíes o los bombardeos constantes sobre la Franja, que se han cobrado la vida de más de 2.000 palestinos y que también han alcanzado a convoyes de desplazados, y han sido lanzados también en el lugar de destino de los evacuados.
Ciertamente, las víctimas ciudadanas colaterales de un conflicto armado no necesariamente violan el derecho internacional. Pero este sí exige discriminar entre objetivos militares y civiles. Si bien Tel Aviv ha justificado que sus intervenciones más controvertidas se deben al empleo por parte de Hamás de la población gazatí como escudo humano.
En cualquier caso, Israel no puede transgredir las convenciones internacionales en materia de guerra. Incluso en un escenario en el que, como este, se hace especialmente arduo separar la cizaña de los milicianos del trigo de las autoridades palestinas y la población civil.
La invasión de Gaza (que buscaría cerrar y dividir en dos la Franja para adentrarse en la zona norte hasta el mar) debería servir precisamente para facilitar esta labor de discriminación, y para que la defensa israelí sea en adelante más selectiva que hasta ahora.
De nuevo, puede parecer una demanda demasiado cándida o exigente, cuando hablamos de un entramado callejero (y de un sistema de túneles clandestinos) donde cualquiera puede ser enemigo y que anticipa una compleja guerra de guerrillas urbanas.
Aún así, el vanguardista ejército israelí cuenta con una tecnología bélica capaz de infligir mucho daño a las estructuras de Hamás minimizando el daño a la población civil. Incluso en una ciudad con una densidad poblacional tan asfixiante como Gaza, es posible lanzar ataques quirúrgicos, capaces de derribar edificios seleccionados o de detonar los almacenes y escondrijos subterráneos de los terroristas.
Lo más razonable y ponderado sería un ataque que extirpe a los mandos de Hamás de su entorno y que dañe irreparablemente sus instalaciones para, a continuación, abandonar el territorio lo antes posible. Contamos con sobradas muestras de otras ocupaciones militares que, por haberse excedido en su alcance temporal, han acabado siendo contraproducentes, o a lo sumo inútiles.
Destruir Gaza para destruir a Hamás sería disparatado e insensato, y supondría responder a crímenes de guerra como los de Hamás con otros semejantes. La inminente incursión terrestre debe ser momentánea y servir para crear las condiciones que permitan llegar algún día a la solución pacífica de los dos Estados.