El informe del fiscal especial Robert Hur que exonera a Joe Biden de cualquier responsabilidad penal por la sustracción de documentos secretos cuando era vicepresidente de Barack Obama ha acabado siendo más dañino para el presidente de los Estados Unidos que la hipotética investigación a la que podría haberse visto abocado.
El informe del fiscal no exonera en realidad a Biden de la acusación, sino que afirma que no vale la pena llevarlo frente a un tribunal porque "sería difícil convencer a un jurado de que le condenara de un crimen grave que requiere de un estado mental capaz de realizar acciones de manera intencionada".
Biden, según el informe de 357 páginas de Hur, es poco más que "un agradable anciano con buenas intenciones y mala memoria" que "no recuerda cuándo había sido vicepresidente ni el año de la muerte de su hijo".
Hur es republicano, dato que explica la visceralidad del informe y esa agresividad pasiva que, fingiendo librar a Biden de la acusación, acaba condenándolo al purgatorio insinuando de forma nada disimulada su incapacidad para ejercer como presidente dado el precario estado de sus facultades mentales.
La Casa Blanca ha denunciado la agresividad del informe de Hur y ha disculpado los lapsus de Joe Biden, imposibles de negar, achacándolos al "paso del tiempo".
Lo cierto es que los lapsus de Biden son cada vez más frecuentes, como frecuentes son los intentos del presidente por fingir un dinamismo y una agilidad de la que carece.
Pero lo que resulta verdaderamente preocupante es que, salvo sorpresa, es muy probable que Biden (81 años) se enfrente a Donald Trump (77) en las elecciones presidenciales del próximo 5 de noviembre.
El término gerontocracia empezó a popularizarse durante los años 80, cuando los principales líderes de la Unión Soviética rondaban los 70 años. Brézhnev murió en 1982 con 76 años. Su sustituto, Andrópov, tenía sólo 68 años, pero murió al cabo de sólo 15 meses. Chernenko tenía 72 años cuando ocupó el puesto de Andrópov. Murió a los 13 meses. La Unión Soviética cayó en 1989.
Hoy, la gerontocracia es Estados Unidos. La edad media de los senadores americanos es de 64 años, la mayor de la historia, y una de las mayores de todas las democracias occidentales. El líder de la minoría del Senado, Mitch McConnell, tiene 81. Nancy Pelosi tiene 83. Uno de cada cinco congresistas tiene más de 70 años. La senadora por California Dianne Fennstein murió el pasado septiembre con 90 años.
El hecho de que una buena parte de los principales líderes y representantes de la nación más poderosa del planeta sean ancianos plantea algunas preguntas que conviene responder sin caer en respuestas estereotipadas y políticamente correctas. ¿Son dos ancianos con evidentes problemas cognitivos las personas adecuadas para dirigir los Estados Unidos en un momento de inestabilidad geopolítica como el actual?
La prensa americana ha señalado otros problemas derivados de la avanzada edad de sus líderes. El primero es el de la representatividad.
Obviamente, ningún presidente, tenga la edad que tenga, representará a todos los sectores demoscópicos.
Y es obvio que la templanza, el sentido de la responsabilidad y la sabiduría necesarias para gobernar una nación son más habituales, por término medio, en políticos veteranos que en políticos más jóvenes, inexpertos e ideologizados. Es decir, radicalizados.
Pero también resulta legítimo preguntarse si la división ideológica es más acusada que la división generacional. Es decir, si los intereses, las creencias y la cosmovisión de Biden no estarán en realidad más cerca de las de Donald Trump, dada su edad, que de las de un votante demócrata de entre 20 y 30 años.
Mitt Romney, de 76 años, ha pedido ya que ambos candidatos cedan su puesto a candidatos más jóvenes. Es un sabio consejo que el Partido Demócrata y el Republicano deberían plantearse tras un debate serio. Quizá el hecho de que la Unión Soviética se hubiera convertido en una gerontocracia no tuvo nada que ver con su caída. Pero una nación responsable debería, al menos, reflexionar al respecto sin ideas preconcebidas.