Los periódicos del mundo resaltan que la científica Claudia Shenbaun será la primera mujer que presida México. Algunos añaden, a continuación, que también será la primera persona judía que lo haga. Son dos datos muy simbólicos en un país históricamente gobernado por hombres, con un machismo expresado con una de las tasas de feminicidios e impunidad más altas de Hispanoamérica, y con una población mayoritariamente católica.
Pero, después de una victoria arrolladora sobre Xóchitl Gálvez, candidata de la coalición de los dos partidos tradicionales a la que superó por 30 puntos de diferencia, es el momento de dirigir la atención más allá de la fotografía y centrarla en el rumbo que adopte en el nuevo sexenio. Especialmente, si ese rumbo será independiente del de su predecesor y padrino dentro del partido, el populista Andrés Manuel López Obrador, con un perfil altamente controvertido y unas inclinaciones antidemocráticas preocupantes.
Conviene ser claros. La principal duda en estos momentos es si el poder cambia de nombre y género, pero no de manos. Shenbaun es conocida por haber sido jefa de Gobierno de Ciudad de México, y reconocida como una política de izquierdas más serena, técnica y colaborativa con el sector privado que López Obrador. También por su activismo ecologista.
Pero sería ingenuo pensar que su victoria ha sido posible por un perfil carismático y propio, y no por el apoyo mediático de su popular predecesor. Incluso es preciso preguntarse si esta sucesión no está sujeta a ciertas garantías de preservar el programa y los intereses de López Obrador, fundador de Morena, la formación que una y otro representan.
Los partidarios del legado de López Obrador se aferran al aumento del salario mínimo, de las pensiones y las becas educativas, así como a la mejora económica de los mexicanos más pobres durante la anterior legislatura, para celebrar la elección continuista de Sheinbaun.
Pasan por alto, en cambio, la incompetencia para controlar la violencia pandillera en los barrios, los flujos migratorios masivos hacia el norte, el crecimiento de la producción de fentanilo, las oportunidades de inversión sólo parcialmente aprovechadas con un Estados Unidos que reduce su dependencia de China o el empecinamiento por sacar adelante una dura reforma constitucional que muchos expertos advierten como una amenaza para la separación de poderes en el país.
La popularidad de López Obrador está fuera de discusión. Todavía más incontestable es el poder del último presidente de México dentro de su propio partido. La cuestión más interesante reside, pues, en si la vocación de Sheinbaun es crear su propio legado, poniendo orden en el caos y robusteciendo la democracia, o ahondar en el hoyo cavado por el populista que ha gobernado México durante los últimos seis años.
Como sea, hay indicios más que abrumadores de que, incluso si Sheinbaun decidiese tomar un rumbo político alejado de su padrino político, es dudoso que pueda iniciarlo sin una fuerte o neutralizadora resistencia interna. La sombra de López Obrador es larga, y no es probable que deje de serlo con su apuesta personal al mando del país.