Las elecciones celebradas este jueves en Reino Unido han confirmado el pronóstico de la "supermayoría" para el Partido Laborista que vaticinaban algunas encuestas. El Partido Conservador se ha hundido y ha obtenido uno de los peores resultados de su historia.

Se pone así fin a catorce años de gobiernos conservadores marcados por la inestabilidad política, el estancamiento económico, el empeoramiento de los indicadores de calidad de vida y el deterioro de los servicios públicos, en particular de la sanidad.

El severo castigo de los conservadores en las urnas no se entiende sin el hartazgo social ante las promesas incumplidas de "recuperar el control" y de frenar la inmigración. Esta última ha sido la única política reconocible en los últimos años de los tories, y sólo ha alumbrado medidas impopulares e inefectivas.

Que en estos catorce años se hayan sucedido cinco primeros ministros (tres solamente en esta legislatura) da buena cuenta del caos auspiciado por la clase dirigente británica. Un caos que ha significado la casi total pérdida de credibilidad de los tories como partido solvente capaz de enderezar el caos que ha seguido al brexit.

Las dificultades que siguieron a la salida de Reino Unido de la UE han acabado por devorar al Partido Conservador. Ahora paga con años de retraso la irresponsabilidad de haber amparado (cuando no promovido) la corriente social del euroescepticismo

Al fin y al cabo, la campaña para el leave, que acabó dando lugar a una irracional decisión colectiva con un impacto nefasto en las finanzas del país, no tenía otra motivación que un primario sentido de agravio. Y una interesada insolidaridad consistente en quedarse únicamente con lo bueno de la integración económica, rechazando las regulaciones supraestatales y la armonización política necesarias para su funcionamiento.

Con el referéndum de 2016 (el segundo de la etapa Cameron, que se avino a celebrar anteriormente una consulta sobre la permanencia de Escocia en Reino Unido), los tories abrieron la puerta de la política británica a la carcoma del populismo, del que el histriónico Boris Johnson fue el producto más depurado.

Reino Unido lleva años desangrándose en el ensimismamiento al que le condenó el laberinto burocrático que siguió al abandono de la UE. Las interminables negociaciones con Bruselas para un acuerdo de salida acabaron con Theresa May y propiciaron que la mayoría de británicos, según demuestran las encuestas, hayan llegado a arrepentirse del brexit.

Si bien Rishi Sunak, se las apañó para reflotar momentáneamente el barco tory, que iba directamente a pique tras el ridículo de la fugaz Liz Truss, el premier saliente no ha logrado consolidar un liderazgo sólido capaz de paliar el desprestigio del Partido Conservador, que cuenta con su nivel de aprobación más bajo en 45 años.

Se abre ahora para los tories un periodo de reflexión interna y replanteamiento de sus posiciones. Sus dirigentes tendrán que subsanar la esquizofrenia ideológica que ha acompañado su zozobra, y a la que ha coadyuvado la presión por la derecha de su línea más dura.

La regeneración que el Partido Conservador tiene pendiente pasa por hacerse cargo de la tensión entre la vindicación de una soberanía nacional fuerte y la defensa del libre mercado global; entre la política elitista y la demagogia circense; entre las políticas sociales progresistas y la estética anacrónica de su defensa de la singularidad de las tradiciones británicas. 

Aunque el Partido Conservador es el primer responsable de su desplome, no se puede soslayar el papel de Keir Starmer en la gran victoria laborista. Aunque se le retrate como un líder anodino y mediocre, es mérito de Starmer el haber sacado al Partido Laborista de la sima a la que lo llevó el radicalismo de Jeremy Corbyn.

Si Starmer ha conseguido convertir a los laboristas de nuevo en un partido de gobierno es gracias a una búsqueda pragmática de la transversalidad con posiciones más centradas. Ha protagonizado una campaña templada y seria que contrasta con la excentricidad que ha infectado la vida pública británica reciente, con el ultraderechista Nigel Farage (quien ha conseguido escaño en la Cámara de los Comunes) como máximo exponente.

Que Reino Unido haya virado en la dirección de una socialdemocracia moderada no garantiza que vaya a revertirse sin más el proceso de desglobalización y decadencia en la que el brexit ha sumido al país. Pero sí puede ser un buen comienzo para abandonar el repliegue nacionalista y regresar al internacionalismo, cerrando así el capítulo de al menos una década de crónica turbulencia.

Se abre hoy una nueva era en Reino Unido, y con ella una ventana de oportunidad para volver a ocupar el papel internacional que le corresponde, recuperar su pujanza económica y restaurar el crédito de su cultura política.