Como tantas otras veces en las que el carácter bifronte de la política exterior del Gobierno ha perjudicado la adopción de una posición firme, la reacción de Pedro Sánchez al desaire a España de la presidenta electa de México no puede resultar satisfactoria.
Por un lado, el Ministerio de Exteriores ha hecho lo correcto al anunciar que no enviará a ningún representante a la toma de posesión de Claudia Sheinbaum el próximo martes, en respuesta a la negativa de la presidenta a invitar a Felipe VI a la ceremonia.
Porque aunque Sheinbaum alega que la descortesía se circunscribe al monarca y no afecta al Gobierno, Exteriores ha leído acertadamente que un ataque al rey supone un agravio a España en su conjunto. Como jefe del Estado, el rey tiene atribuida por la Constitución la más alta representación del Estado español en el ámbito diplomático.
No en vano, Felipe VI ha representado a España en 17 tomas de posesión de mandatarios hispanoamericanos. Pero, como represalia por el silencio de Zarzuela ante la exigencia del entonces presidente López Obrador de que el rey pidiera "de manera pública y oficial" perdón por la conquista de México, su sucesora ha decidido romper con la costumbre y vetar al monarca del acto de traspaso de poderes.
Resulta calamitoso para el legado cultural español en América (innegablemente benéfico pese a los desmanes aparejados a cualquier empresa imperial de la época) que la nueva hornada de líderes de izquierda populista en el continente esté alentando un discurso indigenista sin fundamento.
Pero más inquietante resulta aún que haya representantes españoles que ratifiquen este ejercicio de revisionismo histórico negrolegendario. Entre ellos, los socios del PSOE: Sumar, Podemos y EH Bildu, que sí asistirán a la toma de posesión de Sheinbaum.
Y si bien Pedro Sánchez ha tildado este miércoles de "inaceptable e inexplicable" la exclusión del rey del acto, no ha hecho extensiva su "enorme frustración" a los pronunciamientos de sus socios. No ha repudiado ni sus críticas a la monarquía ni su desacato a la posición del Gobierno.
Poca sorpresa puede alegar el PSOE en este caso por dos motivos muy claros. El primero, que ese discurso negrolegendario, el de Claudia Sheinbaum, es el mismo que defienden sus socios de Gobierno en España.
En segundo lugar, porque este es consecuencia de una política exterior española incoherente y errática en Latinoamérica. Y de ella son prueba el conflicto diplomático con Argentina, la polémica con el rey durante la toma de posesión de Gustavo Petro o el papel de José Luis Rodríguez Zapatero, miembro del Grupo de Puebla, en Venezuela, entre tantas otras polémicas. Polémicas en las que el Gobierno se ha puesto de perfil frente a los ataques a España, los españoles y sus instituciones.
Nuevamente, aunque el PSOE se atiene a su obligación institucional en el caso de la toma de posesión de Sheinbaum, sus socios van por libre y comprometen una respuesta coherente del Estado español a los problemas diplomáticos.
Sánchez no puede inhibirse de su responsabilidad sobre las consecuencias de la postura de estos partidos, pues gracias a él lo que deberían ser fuerzas excéntricas y marginales en la oposición han pasado a integrar la mayoría gubernamental que rige los destinos del país.
Se entiende que Sánchez no quiera hacer aflorar más grietas en su "mayoría progresista" desmarcándose de la política exterior de sus socios. Pero ¿de verdad quiere contarse entre quienes se afanan por desmantelar el sistema del 78 y se alinean con el eje autocrático de Maduro y Putin, invitados a la investidura de Sheinbaum, y la deriva populista de México?
A la hora de la verdad, queda probado que no se puede estar al mismo tiempo con la Constitución y los consensos geopolíticos euroatlánticos y con sus dinamiteros.