Cinco lecciones de J. R. R. Tolkien
El autor habla de las lecciones morales que encierra El señor de los anillos y relaciona las razas de su universo con las distintas familias ideológicas de la derecha.
Afirma Luis Alberto de Cuenca que la gran epopeya de nuestro tiempo es El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien. Yo, que soy muy jerárquico, jamás discutiría con un maestro; y menos algo que se impone por su propio peso de tantos lectores apasionadísimos, por la evidente influencia en todo el género de ficción literario y cinematográfico, y por su mensaje implícito (que es lo que más me importa) a nuestro tiempo.
Una gran epopeya tiene que ser una paideía comunitaria, un modelo de educación para los más jóvenes y de sentido para todos.
La obra de Tolkien, ¿lo es? Sí, y tanto como para justificar su aparición estelar en un artículo de actualidad política, nada menos. Jorge Bustos tira muy oportunamente de Frankenstein o el moderno Prometeo para analizar el mecanismo del actual Gobierno de Progreso.
Nosotros necesitamos de El señor de los anillos. Tolkien desmentía toda intencionalidad alegórica o de moraleja, pero aquí hablamos de su epopeya como modelo necesario. Sobre todo, ahora que parece que el conservadurismo se impone como la nueva contracultura, como la rebelión del sentido común, como un inesperado underground, como el nuevo punk.
Aunque la primera sorpresa es que ese refrescante regreso lo perciben mejor los más atentos escritores y columnistas de izquierdas o, incluso, los de centro. Desde la derecha nos nubla el enfrentamiento bizantino entre facciones y etiquetas históricas.
Se diría que el rocoso conservador que fue Tolkien lo vio venir y regaló a las derechas variopintas de diversas marcas una imagen muy poderosa, que recorre toda la saga. Los distintos pueblos de la Tierra Media se ignoran o desconfían entre sí o incluso se odian, como los enanos y los elfos. Sin embargo, ante la amenaza de Sauron no les queda más remedio que aparcar u olvidar sus diferencias para defenderse hombro con hombro.
Es muy tentador barajar analogías. Los hobbits serían conservadores stricto sensu, con su apego a La Comarca, a sus jardines, libros, pipas y sillones, a sus meriendas y a sus pequeñas tradiciones confortables. No tienen ganas ni de viajes ni de aventuras.
Los enanos, con ese afán por el oro y el trabajo duro, diríanse liberales.
Los elfos, con sus ritos ancestrales, su idioma sagrado, su vocación de eternidad y su desapego desdeñoso de la Tierra Media, podrían hacer muy bien el exquisito papel de tradicionalistas.
Aragorn es un legitimista; los hombres de Rohan, la España rural que madruga; los de Gondor, las clases medias-altas urbanitas, etcétera, cada cual con sus intereses y sus objetivos.
Pero la situación no está para jugar a encuentra las 7 diferencias. El ojo de Sauron, que es un ojo (fíjense) prácticamente panóptico, de distopía futurista, big tech, esto es, actual, no descansa.
Al fin, todos se funden en la resistencia y, más aún, en la amistad. Todos menos Saruman y Denethor II, que se han rendido preventivamente de tanta equidistancia o prudencia o remilgos, lo que no deja de ser otra lección, la segunda.
¿Acaban aquí las lecciones tolkinianas? Ni mucho menos. Quizá estas primeras sean apenas de lectura interna, para los más comprometidos políticamente con las corrientes históricas de la derecha española, de tan apasionante teoría, y ya.
La tercera lección de Tolkien sí que tiene peso. La naturaleza es la gran aliada contra el imperio de Sauron. Hasta las águilas y los árboles terminan tomando partido junto a los hobbits, los hombres, los elfos y los enanos. Es un símbolo muy poderoso del universo tolkiniano.
Que nos señala que la realidad no es, en absoluto, neutral en el combate de las ideas. Al final, aunque más lentamente, como los Ents, termina posicionándose contra la artificialidad, el transhumanismo orco, la destrucción y el nihilismo.
Muchos jóvenes que hoy se sienten interpelados o interesados en el conservadurismo buscan casi a tientas un conservacionismo integral, que recoja en una coherencia de tetrágono que resiste a los golpes del progreso tanto el amor medioambiental a nuestro entorno como un conservacionismo moral, una sostenibilidad social y la salvaguarda del ecosistema cultural. Tolkien lo clavó.
La cuarta lección es más asombrosa. Durante la Guerra del Anillo, Aragorn, el heredero de Isildur, tomó el Sendero de los Muertos para que el Ejército de los Muertos se uniera a él en virtud de un viejo juramento.
Desde Edmund Burke, el pensamiento conservador da muchísima importancia a la presencia de los que ya no están. Para el pensador angloirlandés, padre del conservadurismo moderno, la comunidad política está formada indisolublemente por los muertos, los vivos y los que habrán de nacer. Toda política que no se apoye en ese trípode termina viniéndose al suelo.
G. K. Chesterton añadía que las tradiciones y costumbres son la voz de los difuntos. Negársela equivalía a privarles de su derecho al voto.
¿Podríamos hablar entonces de un auténtico sufragio universal en un mundo empeñado en moldear a su antojo la memoria y en olvidar apresuradamente a los fallecidos más recientes? Esto es, sin duda, contracultural y underground.
El señor de los anillos ofrece muchas otras lecciones morales, que justifican su puesto de honor como epopeya contemporánea. Pero Tolkien quiso subrayar especialmente una, la quinta, que nos viene como anillo (ejem) al dedo.
El valor del sacrificio individual de cada cual, aunque se sienta tan insignificante como Frodo. Las dimensiones globales del conflicto nos invitan sensatamente a echarnos a un margen resignado, pero no hay margen.
*** Enrique García-Máiquez es escritor y articulista.