Alberto Olmos y la contrapología de lo cutre
¿Vive España una epidemia de lo cutre? Hay una ética y una estética de lo cutre que están haciendo estragos en nuestra vida política y que afecta también a la calidad de la ideas.
¿Es lo cutre inevitablemente nuestro destino, que diría un poeta romántico? Así parece pensarlo el casi siempre brillante Alberto Olmos, que en el prólogo de su flamante libro Vidas baratas: elogio de lo cutre, afirma que “en España, el cutrerío es tan importante como la gastronomía o Luis Buñuel”, lo que es, sin duda, perfectamente cierto.
Ahora bien, a partir de ahí, Olmos, que tiene el fino olfato de advertir la perentoria necesidad de un ensayo sobre el tema, se aventura en una reivindicación, entre irónica y apasionada, de la dignidad de lo cutre. “Ser cutre”, nos dice, “está por encima del capitalismo y sus extremos. Es una opción de vida y, como tal, parece una buena idea”. Pues bien, es aquí donde, a mi modo de ver, se equivoca. ¿Por qué?
Vaya por delante que del libro de Olmos tan solo he leído el prólogo adelantado por El Confidencial. Vaya por delante también que no dudo ni por un instante de que será un ensayo divertido, incitante y profundo. Y vaya, por delante, por último (y ya son demasiados “por delante”), que si, cuando lea el ensayo, que desde luego leeré, compruebo que he incurrido en algún error de bulto en mis apreciaciones sobre lo cutre, escribiré una retractación en toda regla de la tesis que pretendo sostener en este artículo. A saber: que si hay una realidad en este país que no necesita defensa alguna esa es, precisamente, la de lo cutre.
Como el desierto del que hablaba Friedrich Nietzsche para referirse al nihilismo, el cutrerío es una suerte de sustancia que nos está engullendo. Por eso está muy bien que Olmos afirme que “lo cutre puede verse como una tradición en España, bien que desconocida y mal nombrada, y que con la Transición y el progreso recibió su barniz último”.
"No es posible negar ciertos aires de familia, si bien superficiales, entre lo cutre de nuestro tiempo y los siglos de picaresca e hidalguía, de honra y de esperpento”
En efecto, nuestra inexplicable complacencia con esa realidad nace en los primeros años de nuestra democracia, sin que ello signifique, ni mucho menos, causalidad, aunque sí, tal vez, correlación en sus efectos. En lo que yerra Olmos, sin embargo, es en establecer una continuidad entre la España tradicional y eso que surge específicamente en la Transición.
No es posible negar ciertas analogías y aires de familia, si bien superficiales, entre lo cutre de nuestro tiempo y los “siglos de picaresca e hidalguía, de honra y de esperpento”, pero encontramos en nuestros viejos pícaros e hidalgos un componente intrínseco de nobleza (y de aspiración a ella) que brilla por su ausencia en el cutre contemporáneo. De hecho, lo cutre es un fenómeno que brota principalmente en nuestra más reciente modernidad, hasta el punto de que es, precisamente, este último término el que opera como su más preciso opuesto dialéctico: ser cutre es la antítesis de ser moderno, por más que haya expresiones de modernidad que no son sino lo cutre por otros medios.
Sea como fuere, la España tradicional, en nuestro inveterado imaginario masoquista, podía ser pobre, triste, áspera e, incluso, sórdida, pero en ningún caso se la podría calificar de cutre. Los desarrapados, por ejemplo, de la Viridiana de Buñuel, a quien también se refiere Olmos, entroncan directamente con las pinturas negras de Francisco de Goya, pero apenas si tienen algo que ver con la banalidad consustancial y perfectamente cutre que caracteriza a los personajes de Pedro Almodóvar, que es, por cierto, quien tendría más derecho a ser proclamado el gran pervertidor de la sensibilidad estética del español medio. Si hay una expresión de cutrerío que es, además, su más pasmosa reivindicación en nuestra cultura es, sin duda, la que representa el cine de Almodóvar.
Pero, llegados a este punto, habría que preguntarse qué es lo cutre, porque podría darse el caso de que Olmos y yo estuviéramos hablando de realidades no ya diferentes, sino inconmensurables incluso.
En mi opinión, lo cutre es lo pobre y lo feo que encuentran, sin embargo, una cierta complacencia en el hecho irrefutable de serlo. Es un poco como la disposición del hombre-masa a la que se refería José Ortega y Gasset, pero habiéndose derramado ahora de una forma objetiva y alarmante por el mundo.
Olmos, sin embargo, afirma que “hay bastante diferencia entre ser cutre y que te guste lo cutre”. Yo no lo creo. El propio ensayista lo refuta con sus ejemplos. Uno de ellos es un personaje al que, cuando se le pone de manifiesto su condición de tal, proclama con orgullo “me gusta serlo”. El cutrerío implica una cierta reivindicación de su propia condición y, por tanto, un grado más o menos alto de autoconciencia.
Ahora bien, ¿podría afirmarse, a partir de la asfixiante presencia de esta realidad en la vida española, que seamos más cutres que otros países? Así quisieran creerlo, sin duda, nuestros nacionalistas periféricos, a los que les ha venido de perlas dicha circunstancia para tratar de presentar el cutrerío en España como su más definitoria y definitiva seña de identidad, sin pararse a pensar, no obstante, que si hay algo realmente cutre en nuestra realidad democrática es precisamente la ideología y la acción política que ellos representan.
"La manifestación más flagrante de cutrerío que hemos sufrido en los últimos años ha sido, por supuesto, la irrupción del populismo"
Por eso, se puede decir que, tal vez, lo único que nos diferencia de otras sociedades homologables no es tanto la cantidad o la calidad de nuestro cutrerío efectivo, sino el alto grado de permisividad, indiferencia o, en el peor de los casos, complicidad que hemos desarrollado frente a ello.
La manifestación más flagrante de cutrerío que hemos sufrido en los últimos años ha sido, por supuesto, la irrupción del populismo: el desinhibido cutrerío de aquellas plazas del 15-M no era sino el efervescente anticipo de todo lo que ha venido después.
Pero ¿qué es el populismo?, habría que preguntarse. Y sólo cabe responder que lo cutre convertido en ideología. Hay una ética y una estética de lo cutre que están haciendo estragos en nuestra vida política y que afecta también, por supuesto, a la calidad de la ideas, cuyo orden, desmintiendo a lo que planteara Baruch Spinoza, va dejando de ser, cada vez más, el de las cosas. Echen una ojeada, si no, al llamado Ministerio de Igualdad.
Es por todo esto por lo que me parece tan innecesaria cualquier apología del cutrerío. Frente a su imparable extensión por todos los recovecos de nuestra sociedad, desde la educación a la política, pasando naturalmente por la cultura, el periodismo y propia la vida civil, lo que procediera, tal vez, es una reivindicación de su opuesto, es decir, de la excelencia, el esfuerzo, la dificultad y todo aquello, en fin, que interpele a nuestra obligación individual y colectiva de superarnos.
Por supuesto, soy consciente de que para el clima de cutrerío imperante en nuestro país cualquier apelación de este tipo no es más que un sueño que será calificado de cutre en sí mismo, pero esa es una de las características principales de lo cutre: que pide por sistema el principio.
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.