Así sovietizaría la economía Yolanda Díaz
Si el Gobierno consigue el objetivo de controlar los precios, muchos productores desviarán los productos con precio regulado hacia un mercado paralelo, impulsando la contracción de la oferta regulada.
La palabra "topar" se ha puesto de moda. El control de la sociedad es uno de los pilares de algunas ideologías políticas. Esas ideologías buscan un Estado proveedor y paternalista que dirija la economía igual que un director dirige su orquesta.
Fijar por ley los precios máximos de los bienes y servicios con el falso argumento de que así se conseguirá frenar la inflación es una quimera y nunca ha dado fruto salvo para empobrecer a la población allí donde se ha aplicado. Si todo fuese tan fácil, todos los países aplicarían dicha medida y la inflación dejaría de ser una variable de la economía.
Ejemplo de ello son Venezuela, Cuba, Bolivia o Argentina, que han cosechado sonoros fracasos con medidas similares. O el del tope al precio del gas, cuyos efectos vemos en el incremento de la factura de los consumidores. O el del tope al precio del alquiler, muy utilizado en Europa (aquí en España, en Barcelona) por políticos populistas y oportunistas, y cuyos resultados han ido en la dirección opuesta a la que se pretendía.
Cientos de años de ciencia económica y de fracasos de políticas económicas contrarias a la mano invisible de los economistas clásicos no han conseguido convencer a algunos de que los caminos que llevan a la intervención estatal son ineficientes si existe un mercado libre donde productores y consumidores realizan intercambios también libres.
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Es más. Cuánto más interviene y regula un Estado, mayores ineficiencias y costes innecesarios se generan, pues se rompen equilibrios necesarios para la buena marcha de la economía a costa del bolsillo del ciudadano.
"Controlar los precios desde un despacho no sólo no consigue sus objetivos, sino que genera empobrecimiento en toda la cadena de aprovisionamiento"
En Argentina se puso en marcha un plan para controlar los precios de más de 1.000 productos de la cesta básica de consumo y la inflación es ya del 71%.
Controlar los precios y sus mecanismos de fijación desde un despacho, ignorando las leyes más básicas de la economía, no sólo no consigue sus supuestos objetivos, sino que genera empobrecimiento en toda la cadena de aprovisionamiento y provoca cierre de negocios (que entran en pérdidas), escasez de producto, desempleo y la creación de un mercado negro paralelo en el que, irónicamente, sí se aplican las reglas de la oferta y la demanda.
Se crea además un caldo de cultivo favorable a la corrupción.
Si, además, se incita a que sea la gran distribución la que fomente ventas a precio limitado, esta forzará a todos los proveedores de la cadena agroalimentaria, dado su elevado poder de negociación, a reducir sus márgenes hasta conseguir que uno de los eslabones se rompa y comience un intenso desabastecimiento.
Y, con ello, el racionamiento en los establecimientos.
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Aun así, y suponiendo que el mecanismo funcionase, nadie compraría en el pequeño comercio de barrio. Algo que sería la puntilla para quienes se encuentran con el agua al cuello y que no tienen ni el poder de negociación, ni la escala, ni el músculo financiero de las grandes superficies.
Estas políticas trasnochadas vulneran principios constitucionales como el del derecho a la propiedad y el del libre mercado. Además, introducen serias distorsiones a lo largo de toda la cadena de suministro, lo que acelera el proceso de desinversión empresarial. Proceso impulsado por las pérdidas provocadas y por la inseguridad jurídica generada.
"Al disminuir los inventarios de los establecimientos se comenzarán a ver largas colas, y sólo los primeros podrán comprar productos de primera necesidad"
La experiencia demuestra además que muchos productores desviarán la mayor parte de los productos con precio regulado hacia un mercado paralelo, impulsando la contracción de la oferta regulada. Algo que, junto al menor precio, disparará la demanda de aquellos que sean incapaces de encontrar los productos en las estanterías de los comercios.
Ello generará a la vez mayores tensiones sociales. Porque al disminuir los inventarios de los establecimientos se comenzarán a ver largas colas en sus puertas, lo que hará que sólo los primeros de esas colas puedan comprar productos de primera necesidad.
Es decir, se fomentarán prácticas de acaparamiento que sólo se neutralizan con sistemas de racionamiento.
Podríamos así encaminarnos hacia la sovietización de la economía. Una situación en la que quien más se lucraría sería el propio Estado con los impuestos encadenados que circularían a lo largo de la cadena de valor agroalimentaria.
¿Cuál sería entonces el mejor mecanismo para frenar la inflación sin acelerar la recesión? Que el Estado renunciase a buena parte de la recaudación que le ha caído del cielo bajando o suspendiendo los impuestos al consumo.
*** Juan Carlos Higueras es analista económico y profesor de EAE Business School.