Prefiero el garrote vil a un club de lectura
¿Hay que estar a favor o en contra de los clubes de lectura? Pues depende, mire usted.
Como quiera que en este país sólo caben posicionamientos extremos y, a ser posible, antagónicos, estamos asistiendo últimamente a una polémica, hasta cierto punto rocambolesca, en la que en un lado del cuadrilátero se sitúan los que defienden los clubes de lectura y en el otro, los que los odian a muerte.
Para las primeras (pues aún no he leído ningún artículo de un hombre en este sentido), los clubes de lectura representan una suerte de panacea feminista que procura por sí misma protección contra los patógenos masculinos.
Para los segundos, pues aquí abundan más los hombres, esas reuniones no son sino una suerte de aberración imperdonable que distorsiona el dulce sueño onanista en el que debe consistir todo acto de lectura.
La primera posición la sostiene, con una redacción que no desmerecería de los alumnos más destacados de primaria, una tal Ana Ribera García-Rubio desde ese frontispicio de la banalidad de nuestro tiempo que es el SModa de El País.
La segunda la desarrolla, con su habitual inteligencia y sentido del humor, Alberto Olmos en El Confidencial.
Ambas, en mi opinión, adolecen de un palmario unilateralismo.
En el artículo de la señora de El País, de currículo, por otra parte, inapreciable, se incluían párrafos tan enjundiosos desde un punto de vista del igualitarismo democrático, como este que sigue:
"Hay una famosísima frase de Margaret Atwood que dice: 'Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos y nosotras tenemos miedo de que ellos nos maten'. Teniendo en cuenta que la segunda parte de esta frase es una verdad como un templo, puede que la primera parte también lo sea y la ausencia de hombres en clubes de lectura o escucha, retiros creativos o en cualquier otro tipo de foro en el que sea necesario poner en común lo que uno ha pensado, sentido o reflexionado, mostrar una parte personal, se deba a su miedo al ridículo, su temor a que las mujeres, nosotras, nos riamos de ellos o cuestionemos sus posturas".
"Lo más sorprendente no es que haya más mujeres que hombres o viceversa en los clubes de lectura, sino simplemente que existan tales cosas como esas en un país como este"
Por supuesto, el artículo entero era un mero cúmulo de tópicos sexistas y prejuicios sin contrastación alguna que no se digna a ofrecer datos de ningún tipo, toda vez que uno de los rasgos definitorios de estas formas de "periodismo" ideológico es, sin duda, la pereza: no dejes que la realidad te desmienta jamás un buen prejuicio.
Para mí, no obstante, lo más sorprendente no es que haya más mujeres que hombres o viceversa en los clubes de lectura, sino simplemente que existan tales cosas como esas en un país como este.
Y ello no porque en España se lea poco o no se lea, sino, más bien, porque tales formalizaciones sociales parecen más propias de países en donde los inviernos son implacables y a las 16:00 ya es de noche, lo cual, sin duda, es también un prejuicio.
Pero, en fin, una vez admitida, como dicen los tertulianos, la mayor, sólo cabe preguntarse ¿son buenos o son malos los clubes de lectura?
Como era de esperar, la periodista con sesgo de género ni siquiera se plantea esa cuestión. Si, en virtud de su clarividente opinión carente de toda contrastación empírica, los clubes constituyen un ámbito en el que abundan las mujeres, la respuesta, en una petición de principio, nunca mejor dicho, de libro, sólo puede ser una: los clubes de lecturas son tan buenos como un convento de clausura.
Como muy bien apunta Alberto Olmos en su artículo, si en los clubes de lectura prevaleciera la presencia masculina (como seguramente será en muchos que han quedado fuera del filtro impuesto por las orejeras feministas), los clubes de lectura serían, por definición, instituciones machistas y, por tanto, censurables en sí mismas.
El artículo de Olmos se sitúa en las antípodas. Con muy buen criterio, no entra a valorar la bagatela puramente infantiloide de si hay más hombres o mujeres en estas tertulias, sino que dispara directamente contra la presunta necesidad de que estas instituciones existan.
No obstante, Olmos parte de una premisa que es también, en mi opinión, un tópico consolidado de nuestro tiempo.
"La lectura", nos dice, "es hoy, como han señalado diversos críticos y pensadores, un acto revolucionario. Alejarse de los demás, alejarse de las redes sociales y de la información, estar solo, recuperar la paz y el sosiego, trabajar la atención y la imaginación. Esto sólo puede entenderse como disruptivo. Para socavar en la medida de lo posible esta revolución, se proponen clubes de lectura".
Ahora bien, esto no siempre ha sido así (ni siquiera tiene que serlo en nuestro tiempo). En sus Confesiones, San Agustín cuenta la perplejidad que le produjo encontrar a San Ambrosio leyendo un libro sin que salieran palabras de su boca. En mi opinión, lo que habría que cuestionar no es tanto el valor de los clubes de lectura, sino el de la propia lectura como vehículo privilegiado de conocimiento.
Para empezar, ¿qué lecturas? ¿Las ínfimas bagatelas sentimentales que se venden como literatura femenina? ¿Cualquier forma de literatura? ¿Los libros de autoayuda?
¿La Biblia, los Evangelios, el Corán?
Yo en este asunto me atengo a lo que Platón ya expusiera hace más de 2.500 años en el Fedro. Para Platón, la lectura es apenas un sucedáneo a menudo engañoso del conocimiento, una forma, más que nada, de preservar una verdad alcanzada por reflexión, "porque lo que las letras producirán", dice Sócrates, "en las almas de quienes las aprendan es olvido, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegará al recurso desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismo y por sí mismos".
La prueba de que Platón llevaba razón nos la dan esos individuos que, para zanjar una discusión, te mandan a leer por ser incapaces de pergeñar el más humilde de los argumentos.
"El acto de lectura, si es que queremos escuchar verdaderamente lo que el escritor tiene que decirnos, tiene un primer momento que requiere de soledad, reflexión y silencio"
Así pues, ¿hay que estar a favor o en contra de los clubes de lectura?
Pues depende, mire usted.
Si al llegar a uno de ellos me encuentro, por ejemplo, a la periodista de El País o mentalidades del mismo tipo, uno preferiría sin dudarlo la picana o el garrote vil.
Pero si los contertulios, por el contrario, tuvieran la disposición especulativa de un Sócrates, un Protágoras o, incluso, un Alcibíades, por más que ninguno de ellos fuera mujer, la entrada en ese club, a pesar de admitirme mí, constituiría el mayor privilegio que se me podría ofrecer.
Ciertamente, el acto de lectura, si es que queremos escuchar verdaderamente lo que el escritor tiene que decirnos (y hay, desgraciadamente, una sobreabundancia de escritores que no tienen nada, absolutamente nada que decir), tiene un primer momento que requiere de soledad, reflexión y silencio.
Pero ello no es óbice para que después, como nos demuestra la propia dialéctica platónica, forma por antonomasia de conocimiento, quepa también la posibilidad de enriquecer infinitamente esa lectura contrastándola con la de otros lectores inteligentes y atentos.
En el mejor de los casos, esa lectura sería una discusión filosófica, en la que el libro se convertiría tan sólo en un pretexto o punto de partida para discutir productivamente sobre ciertos problemas que nos preocupan: "a las cosas mismas", que decía Husserl.
La pregunta, por tanto, que se impone es ¿pero entonces usted iría o no iría a un club de lectura?
Obviamente no.
¿Y eso por qué?
Porque si un filósofo apenas se soporta a sí mismo ¿cómo va a soportar a otros de su misma catadura?
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.