Cualquiera que eche la vista atrás reconocerá pasajes cruciales de su vida. Asaltarán su memoria secuencias salpicadas por momentos de infinita alegría, de incomprensible tristeza, de un tierno o lacerante amor. Si Eduardo Guerrero vuelve la mirada a su infancia y juventud, todos esos fotogramas vendrán unidos por un elemento común: el flamenco.
Este bailaor, nacido en Cádiz en mayo de 1983, narra su trayectoria deteniéndose en recuerdos que dibuja como si fueran trozos de una película. Habla, por ejemplo, de la tarde en que se quedó “embobado” mientras se asomaba entre los barrotes una clase de Carmen Guerrero en los bajos de su portal. O de cuando se empeñó en asistir a un encuentro con Antonio Canales aunque no tuviera el acceso asegurado. O del chispazo que sintió cuando, al salir de la estación de Almería, vio un anuncio de la academia de Aída Gómez.
Todos estos episodios –ojo, spoiler- tienen final feliz: Eduardo Guerrero es ahora una de las mayores figuras de la danza flamenca en nuestro país. Con su propia compañía y habiendo trabajado con nombres célebres del panorama nacional, ha conseguido mostrar en medio mundo sus propuestas. Incluso en el teatro Bolshói de Rusia, donde le eligieron como embajador del baile español.
Pero entre estos logros y aquellos barrotes hay más de tres décadas de separación. Una existencia que Guerrero se dispone a contar aceleradamente durante casi dos horas. Lo hace en un bar de Madrid situado frente al Teatro Real, donde actúa en la nueva temporada de Flamenco Real y planifica un espectáculo para 2023: hasta entonces, en poco más de un mes, le esperan varias noches en el Corral de La Morería, una visita a Portugal, alguna jornada por Toledo o Cazorla y una gira por Brasil.
Aun así, saca tiempo para charlar sin prisas, tomando un café doble a pequeños sorbos, como si fueran puntos y aparte. “En mi familia no había nadie dentro del mundillo del flamenco. Es más, culturalmente no era algo que se propusiera porque lo que hacíamos era ir al fútbol”, arranca. En el estadio del Cádiz C. F., el Nuevo Mirandilla (en aquellas jornadas, antes de la Ley de Memoria Histórica, Ramón de Carranza), veían los partidos y a su tío, empleado del club, o su padre, utillero.
Sus inicios en el flamenco
“Mi hermano también estuvo de jugador”, añade, “así que mi destino era ser futbolista”. Pero se le cruzaron esos golpeteos de tacón que retumbaban en su casa. En el local que daba a una calle del barrio Puntales, al sur de la ciudad andaluza, tenía su escuela Carmen Guerrero. Y este niño con poca tradición en esta disciplina, le dice a su abuela que quiere bailar. “Con seis años, ella es la que me compra las botas. Mis padres no prestaron mucho interés. Yo, la verdad, era un poco travieso, movido. El pequeño de tres hermanos, venía un poco picardeao”, relata como introducción a la primera anécdota: “Y cuando me dejan allí, la primera vez, me quedo cinco o seis horas. Mi madre baja preocupada, pensando en qué había hecho, en si me habían castigado, y le dijeron que no, que es que no me quería ir, que estaba alucinando”.
Guerrero lo ve ahora como “un llamamiento”. Como el inicio de una vocación que más que oficio es “necesidad”. Con el flamenco, el bailaor se expresa y traduce lo que su piel filtra del entorno. Ahora puede representarlo en las mayores tablas, pero tuvo que curtirse en peñas o en decenas de galas al aire libre. “Siempre digo que mis primeros pinitos fueron en las gradas del estadio, porque en el medio tiempo ponían música y yo iba de un lado a otro”, ríe.
De aquellas lecciones domésticas fue ampliando a cursos, que solía financiarse con premios. “Eran un aporte económico que no me permitían vivir, pero sí formarme y saber que mis padres no me iban a decir que no”, puntualiza. Con 17 años, como “regalo”, le ofrecen pasar unos días en Almería con su tía. La idea era compaginar unas semanas de vacaciones con alguna incursión en el gremio.
Y es cuando tiene lugar ese segundo salto de fusible en la memoria. “Llegamos en tren y vemos un cartel de Aída Gómez para clases por la mañana. Fue como una premonición. Me apunto y al terminar me pide que vaya a Madrid con ella”, rememora Guerrero. Pisar la capital, afirma, era como alcanzar el cielo. Más, si vas de la mano de la directora del Ballet Nacional. “Era la oportunidad. Como que llegaba el momento. Había hecho muchos actos de folclore y visitado Polonia, Alemania o Italia, pero esto era otra cosa”, arguye. Para demostrarlo, pone de ejemplo las ofertas que le cayeron nada más aterrizar: participar en la película Salomé, de Carlos Saura, y unirse a Javier Latorre, un tótem.
Llegada a la cima
La bola se empezó a agrandar. Eva Yerbabuena, Manuel Maya, Rocío Molina o Antonio Canales, el protagonista de ese tercer destello: “Me acordaba de que muchos años atrás, vi que actuaba en el Gran Teatro Falla de Cádiz y antes daba una masterclass para profesionales. Yo no lo era, pero convencí a mi madre para que me llevara. Ella me dijo que probábamos y, si no, nos volvíamos. Y yendo por la acera, nos chocamos en la puerta con él. Habíamos llegado en el mismo instante, cada uno por un lado”, comenta ilusionado. Canales les saludó y le permitió entrar. Aguantó “bastante bien” en la tarima y, después, el maestro se convertiría en colega.
Otra de estas sacudidas existenciales se produjo al poco, en el aeropuerto de Sevilla. Viajando hacia Canarias, en 2013, les comunican que se anula la gira porque Eva Yerbabuena está embarazada. Allí mismo, los miembros de la compañía deciden presentarse al Festival del Cante de Las Minas en La Unión, Murcia. Era una manera de ejercitarse hasta que volvieran al ruedo. Y Guerrero gana el primer premio: “La presidenta del jurado era Doña Blanca del Rey, y me ofrece ir a La Morería, su tablao”. Remarca esta última palabra con respeto: en estos espacios es donde se cocina el duende, ese “poder misterioso e inefable” al que aludía Lorca.
“El concepto me daba vértigo”, confiesa, ya habituado a tantos sitios donde el eco de su taconeo rasga las cortinas o, como diría Montero Glez, se hacen añicos los espejos. Eduardo Guerrero quiso formar su propio cuadro y sus coreografías. Desde 2015, con Callejón de los pecados, ha ido encadenando obras inspiradas en sonetos clásicos, en luchas sociales o en edificios indelebles de sus paisajes, como los faros. “He querido transgredir, vestirme como quería, trascender al género”, sintetiza. Desde la danza, este artista dinamita los cimientos del flamenco porque lo ve como un ente orgánico. “Me hundo en puntos muy emocionales”, sostiene, “que a veces surgen de una imagen”.
No sabe lo que quiere hacer, pero sí lo que necesita. Eduardo Guerrero tiene esa máxima, y no se pone límites. Disfruta de ese origen hasta el proceso de establecer una dramaturgia completa, con cante, percusión y guitarra. “En esas obras pueden aparecer mis preocupaciones, como el cambio climático o la guerra. Porque no es sólo una soleá, es una crítica a la sociedad. Tiene más capas de pensamiento”, explica.
Reformando el género
Viendo algunas de sus actuaciones, en las que sale con traje de torero, prendas holgadas o semidesnudo, se entiende esa radicalidad: el artista incluye batería, juegos de luces o escenas de vodevil. Su zapateo en ocasiones se acelera como una turbina y en otras marca a capricho el compás del jaleo. Guerrero concibe el arte como algo fluido y, tirando de la brecha abierta por sus antepasados, lo reforma: “Hace poco parecía que si no había una música concreta, no era flamenco. O que si se le ponía una capa de electrónica, tampoco. Y hay que pensar que todos queremos convivir con el flamenco, pero las formas de vivirlo o de sentirlo es a través de otros sonidos. Eso no significa que la métrica no se ajuste, aunque haya una lectura de performance”.
Unas décadas atrás, el mundo flamenco todavía oponía resistencia a la evolución, indica Guerrero. Las quejas afloraron con Enrique Morente y su Negra, si tú supieras, de 1993, con su cumbre de Omega, tres años después, o incluso anteriormente con La leyenda del tiempo, de Camarón, publicado en 1979, por mencionar a dos eminencias de este arte. “Si no llega a abrirse, no hubiera florecido. Porque el que sabe hacer lo nuevo, sabe hacer lo antiguo”, señala, aludiendo a nombres como Rosalía, que acaba de arrasar en los Latin Grammy, C. Tangana, María Llergo o Niño de Elche. “Todos parten de conceptos muy diferentes, pero lo importante es que formulen preguntas”, sopesa, orgulloso de su éxito.
“Era muy importante que alguien le diera salida y se vea la magnitud que tiene. Es cierto que hacía falta un tránsito. Interesaba que fuera de minorías, de un bajo nivel… Y al final no es eso. Es que no se le daban las visiones posibles para despertarlo”, continúa quien todavía cita a Mario Maya o Antonio Gades como sus referentes: “Tampoco juzgaban y si haces una revisión, que siempre viene bien, ves que iniciaron un camino de vanguardia”.
A él, sus enseñanzas le han seguido a lo largo de un periplo plagado de condecoraciones y reconocimientos. Uno de los más grandes fue cuando Vladímir Vasiliev, una estrella del ballet ruso, le invitó al Bolshói, “la meca de la danza clásica”. Corría 2014, se celebraba un homenaje a una de sus célebres bailarinas, Ekaterina Maximova, y debía representar a España con su baile flamenco. “Me vio de público en Tel Aviv y le encantó una seguiriya del espectáculo. Quería que la repitiera”, evoca Guerrero, que lo encaró con nervios. “Impone, porque había de muchos países con neoclásica, contemporánea. Y te das cuenta de que se rompen las barreras, porque los asistentes ven la verdad, la frescura”, opina, lamentando que ahora, por la guerra con Ucrania, tendrá que esperar para volver.
Porque no era un destino habitual, pero si había actuado ya por varias ciudades. En Rusia, Guerrero transitó por andenes congelados y hoteles de otra era que ahora describe con soplidos. Y llenaba teatros. “Sentían que llevábamos un despliegue de realidad, sin muros. Y, de repente, se enamoran de alguien que no conocen, pero que les da espontaneidad, como si explotara una burbuja de emoción que se expande a otras posibilidades”, ilustra sobre la afición de los rusos. Devoción que le llevó a conquistarlos en su catedral más pagana.
Hito que, quizás, se manifestará en el futuro como uno de esos fragmentos decisivos que cambió el rumbo de una vida. Y estará ligado, de nuevo, al flamenco.