Perdido en la inmensidad de la selva amazónica, Jhonatan Acosta Abuid, de 30 años, miró al cielo y le dijo a Dios: “Discúlpame por sólo acordarme de ti en el peor momento de mi vida, pero necesito que me ayudes”. Dos días antes de aquella oración, este joven boliviano había salido con un grupo de compañeros a cazar un pecarí, un jabalí amazónico. Pero perdió el rastro de sus amigos y se quedó solo, sin comida, ni agua, abandonado en uno de los entornos naturales más hostiles del planeta. Si la ayuda divina llegó, sólo lo sabe él. Lo cierto es que, 31 días después de haberse perdido, lo encontraron con vida.
Había perdido 22 kilos, estaba deshidratado y su cuerpo, cubierto de picaduras y mordeduras de insectos. Pero estaba vivo. Jhonatan se había convertido, de forma involuntaria, en el protagonista de una de esas hazañas humanas que quedan para siempre en las páginas de libros y en los fotogramas de películas que relatan historias extraordinarias de supervivencia, desde lo alto de las cordilleras hasta los puntos más remotos del océano.
Él fue un náufrago de la selva, donde vivió solo durante no uno, ni dos, ni tres, ni diez días… Ni siquiera 20, sino 31 días completos, de 24 horas, alimentándose nada más que de raíces, frutos silvestres e insectos; bebiendo del agua de la lluvia y de su propia orina; durmiendo en madrigueras de animales salvajes, acechado por jaguares, serpientes y manadas de pecaríes en la oscuridad total de la noche; observado por presencias humanas desconocidas; sin luz, ni agua, ni comida, ni un teléfono móvil; tan sólo con la ayuda de la fe, la fortaleza mental y un instinto de supervivencia que, durante ese tiempo, salió a relucir de la forma más impresionante que se pueda imaginar.
Desde un hospital de Cochabamba (Bolivia), donde se recupera, Jhonatan atiende a EL ESPAÑOL | Porfolio en una larga conversación telefónica. Es la primera vez que habla con un medio de comunicación español para relatar y reconstruir con todo el detalle posible una historia que ha conmocionado a Bolivia, desde que el pasado 25 de febrero fuera rescatado de las profundidades de la selva y volviera a nacer.
Cacería fallida
La vida de Jhonatan antes del 25 de enero de 2023 era la de un agricultor común de Baures, un municipio que abarca 16.000 kilómetros cuadrados con tan sólo 6.000 habitantes, ubicado en la provincia de Iténez, en el departamento del Beni. Es el corazón de la amazonía boliviana. Vivía solo en un apartamento de la capital del municipio, de nombre también Baures, donde se dedicaba al cultivo de yuca, maíz y cacao en unas tierras de su familia.
Era el penúltimo de cinco hermanos. Por delante de él están Milade Inés, Carmen Carla y Berno José. Por detrás, está Omar Horacio. Los Acosta son oriundos de Baures, donde viven todos, cada uno por su lado, a excepción de Carmen Carla; que había emigrado a Barcelona, donde regentaba un restaurante de especialidades bolivianas; y Berno José, residente en la ciudad de Cochabamba.
Aquel día a finales de enero, Jhonatan se unió a una partida de caza compuesta por él y otros cuatro amigos. Es una actividad habitual en una zona principalmente rural, aislada y rodeada de animales y vegetación. “Queríamos cazar un cerdo salvaje. A la gente del campo no le gusta comer carne de ganado, con vacunas y otros químicos”, explica el joven.
“Había visto programas de supervivencia, así que cuando no hallaba fruta, cogía gusanos y grillos y me los metía en la boca”
Alrededor de las 2 de la tarde, la partida salió del pueblo hacia la Laguna Bolsón de Oro, un lago que ni siquiera está referenciado en Google Maps, ubicado en las coordenadas -13.85466°, -63.47968°. Está a unos 30 kilómetros en línea recta de Baures. Allí tomaron un bote y se dirigieron a una de las orillas en busca de un pecarí. El plan era regresar el mismo día.
La comitiva se alejó del lago unos tres kilómetros. Según recuerda Jhonatan, el grupo iba despacio y no encontró ningún animal. Transcurridas algunas horas, el sol comenzó a caer y decidieron volver a la canoa. Él se quedó el último junto a su amigo Israel, a quien le dijo que se adelantara porque tenía que hacer sus necesidades. Apenas transcurrieron cinco minutos. Cuando Jhonatan se dispuso a volver al lago por el que creía que era el mismo camino que habían recorrido antes sus amigos, la luz había disminuido, la visibilidad había empeorado y perdió el rastro del sendero.
“Comencé a gritar a mis compañeros y no obtuve ninguna respuesta. Entonces, disparé dos veces con mi escopeta para que me escucharan, pero tampoco nadie respondió”, relata el joven. En lugar de ir en dirección al lago, comenzó a caminar en el sentido contrario, adentrándose inconscientemente en la selva.
Jhonatan iba sin móvil —la zona no tiene cobertura— y tan sólo llevaba un mechero de mala calidad; un polo y los vaqueros que tenía puestos, sus botas de agua y una escopeta de caza con dos cartuchos. Dos de ellos ya los había usado y el tercero “estaba húmedo”, según recuerda.
Perdido
Cuando Jhonatan se dio cuenta de que le habían dejado atrás, ya era noche cerrada. Decidió encender una hoguera con el mechero, con tan mala suerte que se le rompió la piedra. Al lado del fuego, improvisó una cama con hojas secas y se dispuso a dormir. Tenía la esperanza de que sus compañeros vinieran a por él a la mañana siguiente.
Aquella primera noche, y todas las que jamás imaginó que vendrían después, conciliar el sueño fue, en sus propias palabras, “un infierno”. “Cuando anochece en la selva, el ruido de los animales y de los insectos es ensordecedor. Había una cantidad increíble de mosquitos que me picaron por todo el cuerpo. No podía dormir”, asegura.
Al amanecer del primer día, el joven tuvo que enfrentarse a su primera disyuntiva: quedarse junto a los restos de la fogata o caminar para buscar agua. Sin mechero, si se alejaba de las brasas, posiblemente no podría volver a tener fuego. Pero después de un día de cacería sin probar un sorbo, y con temperaturas que alcanzaban durante el día los 40 grados, no tuvo otra opción. “Decidí ir a buscar agua, sin saber que me estaba adentrando aún más en la selva”, dice Jhonatan.
Los primeros días, el agua la consiguió a través del patujú, una planta autóctona. La abría y escurría las gotas en su interior. La comida la obtuvo de frutas silvestres como la gargatea (papaya salvaje), la chonta de las palmeras o el pacay (una especie de algarroba tropical) que arrojaban los monos desde las copas de los árboles.
"Cuando me atacaron los pecaríes, disparé mi último cartucho hacia donde venía el ruido. Había fallado 10 veces, pero esa vez funcionó"
Sin tener conocimientos de botánica, se alimentó muchas otras veces a base de ensayo y error, guiado por la curiosidad: “Había frutos que parecía que habían comido animales. Probé muchas cosas que no sabía que eran, aunque realmente no eran comestibles. Algunas eran amargas, otras duras… Incluso comí raíces de arbustos cuando no encontraba otra cosa”, dice Jhonatan.
También tuvo que comer insectos: “Había visto programas de supervivencia en los que comían insectos, así que cuando no hallaba fruta, cogía gusanos de la chonta y grillos con las manos y me los metía en la boca. Tenían sabores curiosos”.
Hasta el séptimo día, el tiempo transcurrió en una angustiante rutina, pero siempre con la esperanza de que lo encontraran, o de que él diera con el camino de vuelta. Pero realmente, sólo se alejaba: caminaba todo el día dando voces por si alguien le escuchaba, mientras buscaba agua y comida. Nunca tenía respuesta. Antes del anochecer, trataba de encontrar un lugar plano donde dormir. La séptima noche, sin embargo, algo cambió.
Animales salvajes
“La séptima noche, me recosté al lado de una planta frutera donde comen los cerdos salvajes. Me costaba mucho dormir, tenía cierta paranoia con el sonido constante de los animales que salen a cazar de noche. Pero estaba tan cansado que caí en un sueño profundo y sentí como un animal me jalaba [estiraba] la bota. Pensé que era un sueño, hasta que me di cuenta de que me acechaba una manada de pecaríes”, relata Jhonatan.
“Me desperté asustado. Los escuchaba muy cerca, pero no se veía nada, ni a un palmo de distancia. Estaba muy oscuro. A ciegas, traté de treparme a un árbol pero no lo logré. Entonces, encontré mi escopeta y disparé mi último cartucho hacia donde venía el ruido. Era un cartucho húmedo que había tratado de detonar unas 10 veces en ocasiones anteriores y no había funcionado. Pero esa noche funcionó. Fue obra de Dios”, prosigue.
A la mañana siguiente, Jhonatan tenía el cadáver de un pecarí a apenas 10 metros. Aquel cartucho defectuoso había impactado de lleno en el cráneo del animal a una corta distancia. “La bala entró por la frente y le rebanó los sesos por detrás”, dice. Jhonatan no tenía ni un cuchillo ni la posibilidad de hacer fuego para comerse al animal. Pero aún así, el suceso le subió el ánimo: “Lo cargué a mi espalda. Tenía la seguridad de que iba a salir del monte y de que llegaría con el animal al pueblo para llevárselo a mis compañeros. Estaba motivado”, afirma.
La motivación le duró poco. Tras varias horas caminando con el animal a cuestas, metió el pie en un pozo y se lesionó el tobillo, donde le apareció una gran inflamación. “Tenía una pelota enorme en el tobillo. No podía caminar, tuve que arrastrarme para separarme del cadáver del animal. Con el calor, el pecarí se había hinchado y atraía a muchas moscas. Apenas pude alejarme 20 metros y aquella noche, dormí ahí mismo”, dice Jhonatan.
Hasta pasados tres días en los que sólo avanzó entre 100 y 200 metros por jornada, no pudo volver a andar con normalidad. Ahora, además, tenía una nueva preocupación: tras el ataque de los pecaríes, estaba obsesionado con los animales nocturnos, con lo que su prioridad, por encima del agua o la comida, era encontrar refugio por la noche.
"Mi cuerpo estaba cubierto de espinas y de picaduras, pero llega un punto en que el dolor ya no lo sientes, y sólo piensas en sobrevivir"
“El resto de noches las pasé en madrigueras de animales, o construía refugios con espinos que impidieran acercarse a los pecaríes o a los jaguares. No llegué a ver un jaguar, pero escuché ruidos de animales grandes a mi alrededor que podían serlo. Haciendo refugios o durmiendo dentro de espinales me corté muchas veces, pero mi piel ya estaba cubierta de picaduras. Llega un punto en que el dolor ya no lo sientes, y sólo piensas en sobrevivir”, continúa.
Además de los animales, Jhonatan también vio rastros humanos durante varios días que estuvo en el interior de la selva: eran huellas de pies descalzos de alguien que parecía caminar con los pies encorvados. También vio excrementos que no se correspondían con ningún animal. “Sentí varias veces una presencia silenciosa cerca de mí, como si me observara, con ruidos entre los matorrales…”
La provincia boliviana de Iténez alberga a varias tribus indígenas amazónicas. La mayoría son de etnia baure, pero en este inhóspito lugar también habitan tribus desconocidas que nunca han tenido contacto con la civilización. De hecho, Jhonatan asegura que dos vecinos de Baures llegaron a ver a un hombre con taparrabos en una zona cercana a donde le estaban buscando.
Supervivencia
Jhonatan tuvo que librar una batalla física contra los elementos, pero de forma paralela, tuvo que enfrentarse a otra batalla más ardua: la psicológica. A partir del décimo día en la selva perdió la fe: “Ya no me están buscando, pensé”. El desgaste físico y mental llegó en ese momento a un punto crítico, que se vio marcado por su decisión de ingerir su propia orina.
“Tenía sed y no siempre llovía o encontraba patujúes o cocos. El día sexto o el séptimo ya había pensado en beber mi orina, pero era una decisión que postergaba. Era una lucha entre mi mente y lo que me pedía el cuerpo. Pero al décimo día sufrí mi primer desmayo. Me desperté en el piso. Me di cuenta de que estaba deshidratado, así que hice una vasija con la hoja de la chonta, oriné, y bebí”, asegura. “Fue la decisión más difícil de mi vida”.
Los primeros días, la mente de Jhonatan estuvo atormentada por el miedo y la incertidumbre. “Trataba de mantener la calma, pero me costaba mucho. Tenía altos y bajos en mis estados de ánimo. A veces sentía que todo se iba a solucionar, pero otras veces, lloraba y gritaba de desesperación”, asegura.
"Me di cuenta de que estaba deshidratado, así que hice una vasija con la planta de la chonta, oriné, y bebí. Fue la decisión más difícil de mi vida"
A partir del décimo día, cuando dio el paso de ingerir su propia orina, Jhonatan dejó de ser consciente del tiempo. Entró en modo supervivencia. Era su única obsesión: comida, agua, refugio… Lo repetía de forma casi automática. El miedo y los pensamientos negativos pasaron de forma natural a un segundo plano.
“Me venían a la cabeza cosas del pasado que ni recordaba y reflexionaba mucho. Entré en una etapa de tomarme un café conmigo mismo”, dice. Pero su principal motivación era volver a ver a su madre. Dos días después de desaparecer en la selva, ella fue intervenida en Brasil. Su estado de salud era delicado y lo único que Jhonatan quería era volver a verla.
“Le pedí a Dios que me dejase volver a verla. Yo era alguien que vivía alejado de Dios, pero volví a rezar. Y él me escuchó, además, de forma muy específica. Cuando no podía más por la sed, le pedí que lloviera, y entonces llovió varios días seguidos. Pero la lluvia por la noche me mojaba, temblaba de frío y no podía dormir. Entonces le pedí que lloviera, pero no por la noche, y llovía sólo una hora en la que me daba tiempo a beber todo lo que necesitaba, recogiendo el agua con una hoja de chonta”, dice Jhonatan. De hecho, de los 31 días que estuvo en la selva, llovió 14. Si no se hubiese dado esta circunstancia, probablemente no hubiera sobrevivido.
Los días siguieron sin novedades. Mientras, el estado de salud de Jhonatan estaba cada vez más deteriorado. Pero se las apañó para salir adelante. Tras otra caída, desde dos metros, su escopeta se rompió. El cañón se separó de la culata. A partir de entonces usó el tubo metálico como herramienta para todo: “El hierro de la escopeta era un bastón para caminar, un martillo para partir cocos… Fue mi todo”, dice Jhonatan.
El joven no conocía bien la zona, pero sabía que la laguna a la que había salido a cazar con sus amigos se encontraba en el oeste. Así que, siempre que pudo, caminó hacia donde se ponía el sol. Pero sin referencias ni accidentes geográficos claros, más una lluvia intensa y la niebla durante una quincena de días, orientarse hacia su salvación no fue sencillo.
Volver a nacer
El 25 de febrero, 31 días después de que comenzase la experiencia más extrema de su vida, Jhonatan ingirió una papaya gargatea defectuosa que le quemó la boca. Entró en una crisis nerviosa y gritó pidiendo ayuda. Era solo uno más de los centenares de gritos de auxilio que había proferido a lo largo de más de un mes perdido en la selva. Pero aquella vez, obtuvo respuesta.
Respondieron dos veces. Jhonatan no sabía si estaba delirando una vez más por su penoso estado, o si los gritos eran reales. Así que decidió acercarse hacia donde venían las voces y volvió a gritar. De nuevo, obtuvo respuesta de dos voces diferentes, aunque no entendía qué le decían. Se introdujo en un zarzal sin pensarlo, y se abrió paso entre las espinas hasta quedar atrapado.
Desesperado, gritó nuevamente: “¡Por favor, ayúdenme! ¡Les voy a pagar!”. Jhonatan pensaba que eran madereros o cazadores. Incluso llegó a pensar que pudieran ser indígenas no contactados. Por suerte, la respuesta, esta vez clara, fue: “¡Johnatan, ¿eres vos?!”.
"Dios me escuchó de forma muy específica. Cuando no podía más por la sed, le pedí que lloviera, y entonces llovió varios días seguidos"
Los rescatistas tardaron una media hora en abrirse paso a lo largo de 100 metros de zarzal hasta el lugar en el que se encontraba Jhonatan atrapado. Dieron con él a apenas 4 kilómetros del lugar en el que se perdió el primer día. “‘Te fuiste a meter al mismísimo infierno’, me dijeron”.
Tras sacarlo, lo llevaron a la zona donde los rescatistas tenían los vehículos. Lo primero que hizo fue pedir agua. Pero los médicos se la racionaron con el tapón de la botella: tras varios días deshidratado, su estómago podía tener una reacción adversa. A la que los miembros del equipo de búsqueda no se dieron cuenta, Jhonatan se tragó un litro de golpe. Por suerte, su organismo no se resintió.
Junto a los rescatistas, Jhonatan se reencontró con sus amigos y con su familia. Cuando conocieron la noticia de su desaparición, sus cuatro hermanos dejaron todo lo que estaban haciendo para echarse literalmente al monte a buscarle. Su hermana Carmen Carla incluso vendió su restaurante de Barcelona para volver a Bolivia y dedicar todos sus recursos a la búsqueda.
Sus compañeros de caza tampoco dejaron de buscarle un solo día. Pero la zona en la que Jhonatan se había perdido es inaccesible: tan sólo un cuarto de la selva del municipio de Baures se ha explorado a pie. La policía reconstruyó con él el posible recorrido que había hecho con imágenes vía satélite. Calcularon que había deambulado sin rumbo más de 40 kilómetros en el espesor de la jungla. Sobrevivir 31 días como hizo él, fue un milagro.
Planes de futuro
Jhonatan fue trasladado de urgencia al hospital del municipio de Baures. Padecía una deshidratación severa. Pese al agotamiento, pasó las primeras 50 horas tras su rescate sin apenas dormir: “Estaba rodeado de gente que no conocía y pensé que me encontraba en un sueño. No quería dormirme porque tenía miedo —de verdad— de despertar de nuevo en la selva. Mi cabeza no funcionaba bien y no podía distinguir la realidad. Me entubaron y me dieron relajantes para que pudiera dormir”, afirma.
Después de 10 días en Baures rodeado de su familia, Jhonatan fue trasladado a Cochabamba para someterse a pruebas específicas para las que no había medios en el hospital del municipio selvático. Lleva un mes visitando a médicos, haciéndose analíticas y siguiendo una estricta dieta: a día de hoy, ha recuperado cinco kilos de los 22 que perdió.
“Lo que he aprendido de todo esto es que la necesidad me hizo más fuerte. Estoy muy agradecido a Dios por haberme salvado. Él lo predispuso todo para que yo pudiera volver a ver a mi mamá. No quiero apartarme nunca más de los caminos de Dios. No es que me vaya a hacer pastor, como se ha especulado, pero después de todo esto, para mí Dios es alguien esencial en mi vida”, dice Jhonatan.
“Lo que más valoro ahora mismo es el amor incondicional de mi familia. Mi padre nunca tiró la toalla. Dejaron todos sus quehaceres por encontrarme, sufrieron mucho. Estuvieron buscándome un día tras otro”, añade.
El día en que esta revista tuvo la conversación telefónica con Jhonatan, los médicos acababan de extraerle el boro, un gusano subcutáneo que había crecido en su piel tras incubárselo moscas negras. Su cuerpo y sus órganos han estado sometidos a todo tipo de adversidades. Por el momento, aún en ‘shock’ por lo vivido, Jhonatan ha pospuesto sus proyectos. “Me toca recuperarme y luego, ya veremos”. El próximo 10 de julio, cumple milagrosamente 31 años.