Rosario Murillo planifica al detalle la campaña electoral de 2006. Ha aprendido que el odio pasó de moda y que las sonrisas venden mejor. En vez de una ráfaga de ruido y furia contra los gobiernos de centro-derecha de los últimos dieciséis años, Murillo elige el rosa y las flores para la campaña sandinista. Elige la sonrisa. Elige un mensaje de paz, armonía y felicidad. La izquierda más festiva que nunca, más Lula da Silva. El signo de los tiempos desde que Chile le dijera "no" a Pinochet con un mensaje de celebración y no de venganza.
Murillo cuida personalmente la imaginería y el discurso. Hace ahora quince años, tocaba ganar. La junta electoral, siempre atenta a sus peticiones, ha decidido quitar de la ecuación al resto de partidos sandinistas y así queda solo el suyo, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, el de toda la vida. El que irrumpió en el país a finales de los años setenta y campó a sus anchas en los ochenta, con un discurso más agrio, más revolucionario, más de revolverse contra los restos del somozismo, la dictadura que gobernó el país durante 45 años. Los años de guerra civil y "contra" patrocinada por Ronald Reagan.
Es importante este giro, piensa Murillo. Es importante desde dentro y desde fuera. No asustar. Ni a George W. Bush ni a nadie. Murillo es poeta y artista, ganadora de múltiples premios cuando era una madre joven que había perdido a su hijo recién nacido, Anuar Joaquín, en el terremoto que destruyó Managua en 1972. Murillo entiende de palabras y de mensajes porque ha dedicado a eso su vida. Sabe lo que gusta en su país porque lo ha visto desde arriba durante demasiado tiempo. Sabe lo que gusta fuera de su país porque, al fin y al cabo, su educación no fue la de una humilde guerrillera sino la de una alta burguesa en colegios privados de Reino Unido.
Rosario Murillo (70), la jefa de campaña de Daniel Ortega (75), es, además, su mujer, y ambos se plantean estas elecciones como un ahora o nunca, como un cara o cruz con moneda trucada. Apenas llevan un año casados, pero su convivencia data de 1979. Juntos tienen ya seis hijos, más otros dos que la poeta tuvo con Jorge Narváez antes de que este muriera: Zoilamérica y Rafael. A ambos, Daniel les otorgó su apellido y los adoptó como propios. Ocho hijos, por tanto, más once años en el poder totalitario de la revolución, de 1979 a 1990. Todo es poco para los hambrientos de gloria. Quieren más. Y lo quieren cuanto antes.
Hay algo improbable en esta escena pastel: tan improbable la victoria de Daniel Ortega dieciséis años después de que cediera el gobierno a Violeta Chamorro y dejara el poder, como el hecho de que Rosario Murillo siga ahí a su lado. En rigor, Murillo siempre dio la sensación de estar despidiéndose de Ortega, tanto en su poesía como en su vida. Una incomodidad mal disimulada a la sombra del gran comandante. Ella, tan guerrillera como él, tan encarcelada en los tiempos de Somoza, tan brillante su futuro como el de nadie… Y relegada durante años al papel de madre y compañera para el que tan poco servía.
Murillo ya coqueteó con el nepotismo en los años ochenta y ahora pretende entregarse por completo a la causa. Algo ha cambiado desde que, en 1990, justo antes de que Ortega abandonara el poder, Rosario declarara al diario El País: "Sentimentalmente, las cosas no son como al principio. Es más bien una evolución en el sentido de que yo me recuperé como persona, me recuperé como poeta, estoy escribiendo, tengo mi propia voz, no estoy parada a la orilla de él".
Algo ha cambiado desde sus versos dolidos:
Hombre, de qué nos sirven las noches
Si hemos abandonado el amor
Solo a su propia suerte
Mudo y arrinconado, como una anciana guitarra
Que dejó de cantar
Algo ha cambiado, sí, y a la vez algo sigue siendo igual que siempre en Nicaragua. Las elecciones de 2006, unas elecciones que, por supuesto, gana Daniel Ortega aunque con un porcentaje mínimo (un 38% que ya se encargará el matrimonio de ampliar en los sucesivos comicios) son el inicio de un déjà vu, de un repetirse la historia.
La familia que lo acapara todo, como hicieron los Somoza desde 1934 hasta 1979. En esas más de cuatro décadas, hubo tres presidentes con dicho apellido; cuando alguien de la familia no ocupaba el palacio presidencial, lo hacían gobernantes títere. Décadas en las que se enriquecieron y empobrecieron al país, hasta que un régimen de guerrilleros derrocó al último de ellos, Anastasio Tachito Somoza Debayle.
Nicaragua 'sandinista'
El somozismo retornado en forma de corrupción y delirios de grandeza. La represión de los rivales políticos y el sometimiento del pueblo. El control de la prensa, también, como demuestra Avil Ramírez en su libro, comparando cada portada de Novedades, el periódico de la familia Somoza durante sus últimos años en el gobierno, con las de los medios oficialistas desde la represión violenta de las revueltas estudiantiles de 2018.
La última noticia en este sentido ha venido de Meta, el nuevo nombre de Facebook, que ha desmantelado una granja de troles que operaba en instituciones públicas generando desinformación y ataques a opositores de la pareja presidencial. Según Meta, la red constaba con 937 cuentas de Facebook, 140 páginas, 24 grupos y 363 cuentas en Instagram. "Esta operación se dirigía a audiencias locales y estaba vinculada al Gobierno de Nicaragua y el partido Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Detectamos una parte de esta red a través de una investigación interna sobre comportamiento inauténtico coordinado en la región, y el resto tras revisar reportes públicos sobre esta actividad", cita el informe, que recogen distintos medios y que uno de los hijos de la pareja, Juan Carlos, no ha dudado en criticar.
Daniel Ortega y Rosario Murillo como cabezas de un país que se muerde la cola, demostrando que el somozismo, en Nicaragua, no fue la excepción, sino la regla… Y dejando claro, a su vez, que el sandinismo, en realidad, fue poco más que un constructo romántico occidental: un montón de elogios de José Saramago y Noam Chomsky; el título de un disco (formidable) de los Clash.
Entre los Ceaucescu y los Underwood
Al pensar en el tándem Ortega-Murillo, es fácil caer en la comparación con el matrimonio Ceaucescu que gobernó Rumanía durante 24 años con puño de acero. Él, el hombre de Estado que lo da todo por su país; ella, el poder clandestino, la "madre de todos los rumanos", como se definía a sí misma minutos antes de que fuera ejecutada tras un juicio sumarísimo celebrado el día de Navidad de 1989. Sí, puede que Elena Ceaucescu hubiera pintado todo Bucarest de rosa en medio de sonrisas antes de firmar cualquier condena de muerte, pero Elena Ceaucescu se sentía cómoda en ese segundo plano. Rosario Murillo, no.
De tener sentido la comparación con un poderoso matrimonio, esta sería con un matrimonio de ficción: Frank y Claire Underwood, los protagonistas de House of Cards, la serie de referencia de casi toda la clase política occidental hasta que Kevin Spacey cayó en desgracia.
En House of Cards, Claire Underwood lo perdona todo a cambio de poder. Todo. Hay algo de Rosario Murillo en ese personaje, algo de mujer que no se conforma, que no quiere reconocimientos oblicuos sino directos. Desde las elecciones de 2016, Rosario Murillo (como Claire Underwood) no es solo la jefa del gabinete presidencial, no solo es la responsable de las campañas electorales, es, además, la vicepresidenta de Nicaragua, ticket conjunto con su marido.
No hay, pues, nada de implícito en el poder de Murillo. No hay nada imaginario ni conspiranoico en su ascendencia sobre el gobierno del país, porque ella es el gobierno del país. Ella no quiere ser la esposa abnegada, quiere ser la esposa que decide en una nación que se ha convertido en su cortijo. Ella, como no se sabe si haría Elena Ceaucescu, pero desde luego haría Claire Underwood, es capaz de salir en rueda de prensa, 4 de marzo de 1998, a defender a su pareja frente a su propia hija, Zoilamérica Ortega, desde unos días antes, de nuevo, Zoilamérica Narváez.
No hay una imagen más potente del extraño vínculo amoral entre Murillo y Ortega, de su unión enfermiza, que la de esa madre atacando a su hija después de que esta acusara a su padrastro de violarla repetidas veces, desde los once años hasta ya entrada en la vida adulta. Zoilamérica insiste: "Rosario Murillo lo sabía todo" y Rosario Murillo contraataca: "Se lo inventa porque siempre estuvo enamorada de él y quiere perjudicarle políticamente". La política, de nuevo. No es descabellado que ahí se fragüe el gran pacto de los Ortega-Murillo: yo te haré recuperar el gobierno, yo te perdonaré esta afrenta, yo repudiaré a mi propia hija… Y tú me entregarás, a cambio, el país.
Daniel Ortega salió indemne de las acusaciones: los supuestos actos habían prescrito o se habían producido cuando él era presidente y por lo tanto gozaba de inmunidad. Los jueces retrasaron los procesos, el Supremo olvidó suplicatorios. Nadie levantó una mano por Zoilamérica, que comparte nombre con la madre de Rosario Murillo. El mismo nombre, por cierto, de la sobrina de Sandino, el héroe nicaragüense, el hombre que se rebeló ante la ocupación estadounidense y consiguió la independencia definitiva para su país en 1933, justo un año antes de que Anastasio Somoza diera un golpe de estado y sus tropas -financiadas por los mismos estadounidenses- mataran al revolucionario.
Calculadamente, durante todo el proceso, la madre Rosario Murillo da paso a la amante Rosario Murillo de los ochenta, la que privilegiaba la lucha política a cualquier lucha personal. La que escribía, sin tapujos:
Yo, mujer, cargo la furia de amamantarte y amarte
Hombre de barro, mi esclavo y mi señor
Yo, tu señora y tu esclava
Mujer arcaica o clásica o moderna
Siempre orgullosa de mi hoguera temblando
En el centro de Venus, mi temblor
Una borrachera de poder
Rosario Murillo perdió una hija, pero recuperó un aliado. En 2001, Ortega perdió las elecciones, aún con el escándalo coleando. Hacía falta un cambio estético y, de ahí, en los años siguientes, los mensajes confusos: la boda por la iglesia, el rosa permanente, el abrazo a la socialdemocracia, la apelación a la concordia. Y, en 2006, el triunfo. Rosario Murillo, jefa de gabinete. La Iván Redondo del nuevo sandinismo.
Y con el triunfo, la deriva. Una borrachera de poder. Un culto propio, que podríamos denominar Rosarismo. Hay que recordar que Rosario Murillo no siempre fue una mujer odiada en Nicaragua, todo lo contrario. Pero la búsqueda constante y despiadada del amor acaba creando monstruos. Mientras Ortega empequeñecía, mientras sus comparecencias públicas se espaciaban, mientras su propio cuerpo reflejaba un envejecimiento palpable (el 11 de noviembre cumplirá 76 años, uno más que Donald Trump), Rosario Murillo se hacía ubicua, una presencia constante en radios y televisiones. La voz del sistema, la que señala a los adversarios que inmediatamente son encarcelados o ven cómo se pisotean sus derechos políticos.
Como cualquier aspirante a la santidad, su nuevo rival es la religión establecida. En Nicaragua, obviamente, el catolicismo. Hay entre el gobierno Ortega-Murillo y la iglesia nicaragüense una relación de hostilidad sin matices. La iglesia denuncia, el gobierno aprieta. En lo social, sin embargo, ambos coinciden: Daniel Ortega utilizó en 2011 la imagen del bebé de una niña de doce años para reivindicar el derecho a la vida. Rosario Murillo calificó el nacimiento, pese al evidente riesgo para la madre, como "un milagro y una señal de Dios". Desde entonces, el aborto, incluso el terapéutico, está prohibido en Nicaragua.
Eran aquellos los tiempos de "la revolución cristiana, socialista y solidaria". Nada que ver con la que, en 1983, casi provoca el linchamiento del Papa Juan Pablo II en su visita al país. Sin embargo, con los años, la espiritualidad New age de Murillo ha sustituido al sentimiento religioso organizado. Mientras persigue a los miembros más incómodos de la curia, Murillo predica el culto a Sai Baba, uno de los tantos gurús indios que surgieron en los años cincuenta y sesenta, predicando el amor y las flores y la unión de los espíritus más allá de nuestra corporeidad. En su casa, a la vista de todos, descansa una figura de Augusto Sandino rodeada de velas siempre encendidas, y una vasija con sal, para "atraer las vibraciones negativas" como si fuera un pararrayos.
En 2006, reconoció haber organizado un congreso de brujos. Su antiguo compañero, el escritor Sergio Ramírez, Premio Cervantes en 2017, ministro de Defensa en los ochenta junto al propio Ortega, desliza siempre que tiene ocasión que Rosario Murillo está loca, que ha perdido la cabeza. De Daniel Ortega prefiere ni opinar, como si no existiera. Tal vez, de hecho, no exista. Su último libro, Tongolele no sabía bailar, sobre los disturbios universitarios que pusieron al régimen contra las cuerdas en 2018, está prohibido en su país. No solo su venta, sino su entrada por cualquier medio en territorio nicaragüense. El autor vive exiliado en Madrid desde hace años. El pasado mes de septiembre, Ortega ordenó su busca y captura.
La revolución contra la revolución
Cabría preguntarse hasta qué punto esos disturbios de 2018 no fueron en realidad una rebelión contra Murillo más que contra Ortega; un amago, por las buenas, de repetir lo de Rumanía en 1989. Las protestas, que empezaron el 18 de abril contra la reforma del Instituto Nicaragüense de la Seguridad Social -una reforma, por otro lado, de corte marcadamente liberal y auspiciada por el FMI-, acabaron en meses de disturbios por todo el país y unos cuatrocientos muertos por el camino.
El hartazgo ante una medida económica puntual derivó en una protesta contra el sistema en sí, contra la endogamia, contra la sucesión de hermanos Ortega Murillo copando todos los puestos jugosos de la administración pública y la empresa privada; a menudo, en Nicaragua, la misma cosa. Contra la corrupción envuelta en misticismo, los engaños y las mentiras, las reelecciones fraudulentas, la democracia robada. Una rebelión contra las únicas figuras de poder que esa generación de universitarios ha visto durante toda su vida, las únicas figuras que estudian en sus libros de historia: Daniel Ortega y Rosario Murillo, como un único monstruo con dos cabezas.
Los Ceaucescu o los Underwood o que cada uno busque su parecido. La zarina y Rasputín, tal vez. Cuando Zoilamérica dio un paso adelante y anunció los abusos sexuales de Ortega, su propio hermano de sangre, Rafael, la acusó de estar involucrada en una secta extraplanetaria llamada Congénesis. Ese es el nivel. La muerte de Daniel Ortega llegará un día y su sucesora será Rosario Murillo. Cuando muera Murillo, puede que le toque a Rafael o puede que le toque a Juan Carlos, su hermanastro, hostigador habitual de Zoilamérica en redes sociales. La idea es que todo quede en casa.
Mientras, este domingo 7 de noviembre el país afronta unas nuevas elecciones en las que Ortega volverá a no tener rival: toda la oposición ha sido desarticulada, por irrelevante que fuera. Todo el mundo es un enemigo y los viejos amigos, como hemos visto, lo son más que nadie. Recientemente, el Banco Mundial calificaba a Nicaragua como el segundo país más pobre de su entorno, solo por detrás de Haití. Su Seguridad Social está en quiebra. El 26% de los hogares se queda habitualmente sin alimentos. El 44% vive por debajo del umbral de la pobreza.
En medio, muchas sonrisas, flores y vasijas de sal para ahuyentar a los malos espíritus y atraer a los "seres de luz" que, según Rosario Murillo, nos rodean. Las elecciones de 2021 acabarán como las de 2016, como las de 2011, como las de 2006. Presidente, Daniel Ortega. Vicepresidenta, Rosario Murillo. Cada vez más solos, cada vez más alejados de la realidad, cada vez más Somoza en su rancho esperando que alguien diga basta, como dijeron ellos hace cuarenta y pico años.