Miguel Ángel, 40 años con la enfermedad de la colza: el mayor envenenamiento en España
Este sábado se cumplen cuatro décadas del síndrome tóxico que afectó a 20.000 españoles. Fue una pequeña ‘pandemia’ que se cebó entre la gente con menos recursos
26 abril, 2021 03:30Noticias relacionadas
Octubre de 1981. Cinco niños entran en el Hospital Clínico de Salamanca. Están envenenados por el síndrome tóxico, la enfermedad derivada del aceite de colza desnaturalizado. Llevan medio año yendo sometiéndose a un duro tratamiento, con anestesias y rehabilitaciones diarias con las que intentar paliar esa enfermedad que nadie conoce, pero que lleva desde el 1 de mayo matando gente. Los cinco sufren malformaciones, atrofias, problemas de basculación y dolores en todos los órganos, y dolor. Mucho y todos los días. Alguno ha intentado suicidarse, pero el veneno ha sido más rápido. En menos de una semana, sólo quedará uno con vida.
Se trata de Miguel Ángel Sánchez, hoy con 51 años. Lleva los últimos 40 siendo una de las víctimas del síndrome tóxico, y las secuelas de aquel consumo se siguen notando a día de hoy. Han pasado cuatro décadas, pero su mándibula continúa deformada, sus pies atrofiados y se le siguen cayendo los dientes. Recibe a EL ESPAÑOL en su casa de Peñaranda de Bracamonte, un pequeño pueblo de la provincia de Salamanca. Encorvado y tranquilo, maneja con atino una silla de ruedas eléctrica, sortea un charco y se pone a recordar.
A simple vista, llaman la atención sus brazos, arqueados por el veneno, y su silla de ruedas, pero las impresiones engañan, y lo que parece una simple dolencia física oculta, según cuenta, "una enfermedad degenerativa con más de 100 patologías" derivadas del aceite. Lo dice tranquilo, pausado, pero firme. Le ha costado llegar al número. Así, frente a la misma casa que le vio enfermar, rememora a EL ESPAÑOL una historia que le ha perseguido durante prácticamente toda su vida, y unos hechos que la costumbre le ha obligado a tragar, aunque cueste.
Han pasado 40 años desde la muerte de la primera víctima, un niño de 8 años llamado Jaime Vaquero. El pequeño, natural de Torrejón de Ardoz, no pudo llegar a tiempo al hospital La Paz, en Madrid, y falleció víctima de una extraña enfermedad que no tardó en colapsar los hospitales. A las semanas, se descubrió la causa: un grupo de empresarios aceiteros había desviado al consumo humano aceite desnaturalizado para uso industrial, causando el mayor envenenamiento masivo de la historia de España.
La toxina afectó, sobre todo, a las familias de clase trabajadora que no se podían permitir comprar el aceite certificado y mercadeaban con los vendedores ambulantes a precios muy bajos. La de Miguel Ángel era una de ellas. El boca a boca convenció a su madre, Casimira, de que comprara aquella extraña variedad, mucho más barata que la de girasol, y la utilizase para cocinar en primavera de 1981. Ella murió ese 18 de octubre, y su hijo quedó postrado en una silla de ruedas.
El tapón rojo
Las visitas al hospital empezaron muy pronto, pero nunca se han detenido. Un día de marzo, Casimira se empezó a encontrar mal. Ella, su marido y sus 8 hijos llevaban un mes comprando aceite de colza, “el del taponcito rojo”, ese que tanto recomendaban en los ultramarinos del pueblo. Decían que era buenísimo, como el de oliva de verdad, pero mucho más barato. Lo que no sabían es que estaba envenenado.
El alto grado de descontrol del Gobierno, en plena apertura comercial de los años 80, había abierto la puerta a la ley del más fuerte. Con la ley de su lado y horizontes de riqueza en la retina, un grupo de empresarios aceiteros se valieron del fraude para incrementar sus ganancias a costa de la vida de la gente. En 1981, varias partidas de aceite de colza destinadas para el uso doméstico salieron desnaturalizadas con una sustancia tóxica, la anilina. El Estado fue juzgado y condenado como responsable civil subsidiario. Miguel Ángel y su madre fueron de los primeros en notarlo, pero les tomaron por locos.
“Ella se empezó a encontrar mal y fue al médico del pueblo. Le dijo que tenía problemas de estrés, de nervios, y la mandó a casa. Luego caímos mi hermana y yo, luego otros dos hermanos, y entonces ya vimos que era algo más”, rememora Miguel Ángel. Guarda ese momento nítido en su memoria, ese día que se quiso levantar de la cama y, de pronto, le costó más que nunca. Una bocanada de aire que no llega, un pinchazo en la columna, una fatiga que te impide moverte, y al día siguiente estás en el hospital.
Con el paso de los días, daba igual la medicación, la piel empezó a secarse, el insomnio venció a los anestésicos y el dolor se convirtió en constante. También bajó de peso. En menos de un mes, la báscula pasó de 42 kilos a 17, alcanzando un estado que el Miguel Ángel niño ya conocía muy bien: “parecido al de los judíos gaseados por los nazis”.
Lo primero que notó fue la parálisis, un dolor punzante en la columna vertebral que le impedía moverse. Luego llegaron las deformaciones, primero en los pies, luego en las manos, luego en todas las extremidades. Su cuerpo se agarrotó, el tabique nasal quedó perforado, los pulmones dejaron de funcionar bien y los riñones empezaron su guerra particular. Cada día se encontraba con un síntoma nuevo.
“Estuvimos meses ingresados, y nuestro cuerpo reaccionó contra el veneno de una forma exagerada. No toleraba ninguna comida, no podía casi moverme y el tratamiento era a veces más doloroso que la propia enfermedad”, rememora a este diario. Allá, en el clínico de Salamanca, estaban los tres. Él y su hermana ocupaban la tercera planta, y su madre la quinta.
“Morir en casa”
Después de medio encerrado en el hospital, al acabar el verano le llegó la noticia. Su hermana había salido unas semanas antes, y le tocó el turno a él. Junto con otros cinco niños de la planta tercera, Miguel Ángel podría volver a Peñaranda con su familia. “Lo que no sabía es que me estaban echando para mandarme a morir en casa”, comenta. Así ocurrió con los otros cuatro.
“Me enteré por la madre de uno de mis compañeros de planta, que me lo dijo años más tarde: nos mandaban a casa a morir con los nuestros, pero no nos lo dijeron”, rememora. Su madre le siguió una semana después, el 18 de octubre, y esa noche falleció en su cama. De un día para otro su padre, un ganadero y agricultor, se había quedado solo al frente de una cuadrilla de 8 vástagos, cuatro de ellos envenenados por la incurable colza.
Miguel Ángel era el que peor estaba. El veneno, aunque hacía meses que no lo ingería, seguía causando estragos en su cuerpo, y su padre invirtió los siguientes años en buscar una cura para una enfermedad incurable. “Me llevó por toda España a visitar a curanderos, a brujos, científicos y a un homeópata. Se gastó muchísimo dinero durante esos años”, recuerda.
Al final, la historia de su particular via crucis representa bien lo que fue para los más de 20.000 afectados por la colza: un peregrinaje entre médicos de distintas especialidades, sin tratamiento concreto, sin conocimiento, y con cada cual temiendo más que el anterior por la vida del pequeño. Así ha ocurrido, según los datos oficiales, con algo más de 5.000 personas, pero las cifras podrían ser mayores.
El síntoma del abandono
Aún a día de hoy, 40 años después, Miguel Ángel sigue sin saber cómo se va a despertar al día siguiente, ni qué nuevo síntoma tendrá dentro de unas horas. Basculación, fatiga y envejecimiento precoz, deformación órganos internos, articulaciones, piel, músculos, pulmones y riñones, hipertensión y diabetes son algunos de los más presentes, pero no los únicos. Lo que duele siempre, el síntoma que no se pasa, es la sensación de que sigue olvidado por un Estado que, lejos de haberle protegido, le ha “dejado tirado como a un animal”.
“Nos despreciaron, nos culparon, intentaron desprestigiarnos y ahora nos tienen olvidados, silenciados”, señala. Cuando la catarata mediática de los años 80 se centró en buscar responsables, las indemnizaciones a los envenenados empezaron a repartirse como churros, vendiendo por una parte el relato de que eran unos privilegiados que vivían de las subvenciones y por otro acallando sus responsabilidades en las portadas de los periódicos.
Sin embargo, la realidad no es tan sencilla. El mismo 1981, el año del envenenamiento masivo, el Gobierno ya tenía pensada una estrategia a más largo plazo: “Legislar para ver cómo nos iban a descontar en el futuro y cómo protegerse ante una posible demanda”, en palabras de la víctima.
Así, las primeras indemnizaciones pronto se convirtieron en insuficientes. Luego fue a peor: “Nos descontaron todas las ayudas de la leche materna de las mujeres que no podían amamantar a sus hijos, las prótesis, las sillas de ruedas, las botas ortopédicas, los profesores, los fisioterapeutas, los dentistas… todo”, afea Miguel Ángel, “no los hubiésemos necesitado si no fuera por el veneno que nos metieron. En general, no nos tratan como las víctimas que somos”.
El origen del veneno
El primer nombre que se le dio fue “enfermedad del legionario”. El segundo, “un bichito tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata”, en palabras del entonces ministro de Sanidad, Jesús Sancho Rof, que dimitió por el escándalo. Luego se cambió de parecer, y se habló de una neumonía. No fue hasta el 17 de junio de 1981 que el aceite de colza apareció como acusado.
Este tipo de aceite tenía el mismo olor, color y sabor que el aceite normal de oliva, pero en realidad era un producto destinado al uso industrial. Según la Policía de la época, los principales responsables fueron la empresa RAPSA, de San Sebastián, y RAELCA, de Cataluña, que idearon el fraude sin importarle la vida de las personas con tal de conseguir un mayor beneficio. Todo esto es cierto, pero no se habría llegado a esta situación sin la irresponsabilidad que cometió el Estado.
Había un sentido detrás de esta permisividad. La idea era proteger al aceite de oliva español de las masivas y baratas importaciones de la colza y el vegetal, la mayoría de ellos provenientes de Francia. Para acabar con esta invasión comercial, las autoridades autorizaron el uso de la anilina -el veneno- en estos aceites para desnaturalizarlos y que fuesen utilizados sólo para uso industrial. Sin embargo, la ausencia de controles sanitarios provocaron justo lo contrario.
Miles de toneladas de veneno con forma, color y sabor de aceite de oliva se distribuyeron por toda España en la primavera de 1981. No duró más que un par de meses, suficiente para intoxicar a más de 30.000 víctimas y matar a cerca de 5.000. Al final, el Estado consiguió lo que quería, y el aceite de colza goza de un estigma que, de facto, lo vuelve inexistente como producto de consumo y, si se usa, se camufla como aceite de canola o de nabina. “Pero el problema no era la colza, sino los empresarios que la envenenaron”, matiza Miguel Ángel.
Para muchos, como él, la tragedia sigue muy presente 40 años después. Los 15.000 afectados que siguen sufriendo las consecuencias -sin contar a sus familias- se sienten desamparados, reunidos únicamente alrededor de la Plataforma Seguimos Viviendo, que lleva años intentando que se les escuche, se les entienda y, sobre todo, que no se les olvide. A su vez, claman por el apoyo de unas instituciones que, históricamente, les han ignorado.
“Nos prometieron una comisión, nos prometieron unas oficinas especializadas y, sobre todo, nos prometieron que no nos olvidarían. Y no han cumplido nada", lamenta.
—Después de 40 años, ¿qué es lo que más duele?
—El abandono del Estado, de los políticos, de todos. Nos han olvidado. Dicen que somos unos privilegiados, unos aprovechados del dinero público que no nos llega. ¿A las víctimas del terrorismo se les dice que sólo quieren dinero? Yo creo que no. Creo que nosotros merecemos la misma dignidad, que se nos dé ese homenaje a nuestros fallecidos, a nuestras familias, al personal que nos atendió.