Enviado especial a Nuadibú (Mauritania)
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El viento que se respira en Nuadibú, la segunda ciudad más grande de Mauritania, es un viento áspero. Se arrastra por la arena, golpeando las casas de chapa y los muros carcomidos. Trae consigo el olor del mar y el óxido de los barcos varados en la orilla, que, en el puerto artesanal, se cuentan por miles. Es, en definitiva, el viento que se entremezcla entre el océano y el desierto, y es también el viento de los que esperan, porque en Nuadibú todo el mundo parece esperar a algo.

Según fuentes oficiales, unos 35.000 migrantes se encuentran en esta ciudad esperando a poder pagar un pasaje hacia Europa, más concretamente hacia las Islas Canarias, que se encuentran dibujando una línea recta de 750 kilómetros —la misma distancia que separa a Málaga de Barcelona—. Todos ellos se encuentran en Mauritania pero muy pocos son mauritanos, prácticamente ninguno: la inmensa mayoría viene de Malí, Guinea, Senegal, Sierra Leona, Costa de Marfil y otros países del África subsahariana.

La relativa cercanía con las fronteras españolas ha convertido a Nuadibú en el epicentro del éxodo de los cayucos hacia Canarias. Desde ningún otro lugar parten más cayucos que desde aquí: el 55% de los que llegaron a las costas canarias en 2024 marcharon desde este punto de Mauritania o sus alrededores. Los kilómetros de diferencia —600 menos que desde la ciudad de Saint Louis, en Senegal— se traducen en una travesía de dos a tres días más corta que la ruta senegalesa, lo que hace que partir desde Nuadibú sea mucho más seguro pero también bastante más caro.

Un niño saluda desde el interior de un cayuco en las cercanías del puerto artesanal de Nuadibú, en el norte de Mauritania.

Un niño saluda desde el interior de un cayuco en las cercanías del puerto artesanal de Nuadibú, en el norte de Mauritania. Julio César Ruiz Aguilar.

Oferta y demanda

Al caminar por las calles de Nuadibú es imposible no hacerse las mismas preguntas que surgen cuando, en España, se ve llegar a un cayuco. ¿Cuánto paga un migrante por el viaje? ¿Cómo se organizan las redes clandestinas de la migración irregular? ¿Cómo es la travesía? ¿Reciben la ayuda de organizaciones en alta mar? Aquí, en el origen, esas preguntas parecen responderse, poco a poco. Y serán reflejadas en una serie de tres reportajes en EL ESPAÑOL.

A finales de febrero, un viaje irregular entre Nuadibú y las Islas Canarias está en torno a los 1.200 euros. Es una cifra que varía mucho. "Oferta y demanda", explica Ifoukou, un pasador, que es como se le dice a una persona que se dedica a la coordinación y captación de migrantes para el viaje desde tierra. Ifoukou, que accede a hablar con este periódico a cambio de no hacerle fotografías, se dedica a esto desde hace años, y mientras nos movemos en coche, explica que según el momento, y si el mar está mejor o peor, la cantidad que pagan los migrantes puede variar entre los 1.000 y los 3.000 euros. Más no. Menos tampoco. A veces algún migrante consigue entrar de última hora y pagar menos de lo habitual. Pero es raro. Siempre suelen ir completos.

Los migrantes con los que ha contactado EL ESPAÑOL trabajan durante meses en Mauritania para poder pagar un billete hacia lo que consideran "otro mundo". Pero es imposible ser ingenuo. Aquí es donde dejan de ser migrantes para convertirse en inmigrantes. Los salarios que perciben son muy inferiores a los de los mauritanos, que ganan entre 6 y 10 euros diarios. Lo que se traduce en que se complica la posibilidad de ahorro para la travesía. Usualmente son otros parientes o amigos que, estando ya en Europa, les envían el dinero necesario.

Un grupo de migrantes trabaja en un cayuco. En estas mismas embarcaciones, cuando cae la noche, grupos de personas intentan llegar clandestinamente hasta las Islas Canarias.

Un grupo de migrantes trabaja en un cayuco. En estas mismas embarcaciones, cuando cae la noche, grupos de personas intentan llegar clandestinamente hasta las Islas Canarias. Julio César Ruiz Aguilar.

Hay casas a las afueras donde duermen hacinados, diez, veinte por habitación, en condiciones infrahumanas. En Setedepolice, un barrio que alguna vez albergó a policías, ahora sólo viven migrantes. Aquí, los que pueden, pagan por un colchón. Los que no, sobreviven en la calle: buscan trabajo en el puerto, cargan pescado, descargan carritos, pintan barcos o trabajan como peones de obra. Yusuf, un migrante que aparecerá pronto en otro reportaje de esta serie en Mauritania de EL ESPAÑOL, gana diariamente setenta ouguiyas por jornada, el equivalente a siete euros y medio. Una fortuna para algunos, una miseria para otros. Pero cada billete cuenta. Cada billete, explican, acerca al mar.

Redes clandestinas

El negocio de la inmigración en esta parte del mundo se ha perfeccionado con los años. Un cayuco no zarpa sin que alguien haya cobrado. Existen redes clandestinas organizadas alrededor de cada grupo de migrantes. No una gran mafia, sino pequeños grupos organizados. Se dividen en los pasadores, que son los que ganan más dinero y reclutan a los migrantes, los patrones de cayuco, los ayudantes de los patrones, los conseguidores de motores, gasolina y embarcaciones y, por último, las autoridades locales cuando son sobornadas. "No siempre hace falta hacer sobornos. Hay varias tácticas para pasar desapercibido", sigue explicando Ifoukou.

Sin embargo, en caso de tener que hacerlo, es relativamente fácil. El salario medio de un gendarme mauritano es de 200 euros. "Se presupuesta en torno a los 1.000 euros por agente el conseguir que hagan como que no han visto nada cuando el cayuco pasa cargado con bidones de gasolina por los controles marítimos antes de recoger a los migrantes en alguna playa vacía de la zona", explica la misma fuente.

En Mauritania, subir a un cayuco no es un delito. Si los migrantes son descubiertos, los mauritanos que integran la red clandestina pagan una multa y vuelven a intentarlo. No hay cárcel, no hay persecución. Hay días en los que la vigilancia es menor, especialmente los fines de semana y festivos. Días en los que el puerto se vacía y las playas quedan marcadas con las huellas de los que han partido.

Los que esperan siguen el mismo ritual. Una vez realizan el pago, se agrupan en las orillas a las cuatro de la mañana. Se protegen de los falsos policías que intentan extorsionarlos. A veces hay problemas con los motores y deben volver. A veces, simplemente, la suerte no está de su lado. Pero cuando un viaje está listo, cuando la luna es oscura, cuando los capitanes han cobrado, se empuja el cayuco al agua. Con suerte, el motor arranca. Con suerte, salen. Y, con suerte, llegan.

Junto a las vías del tren de hierro de Mauritania, los migrantes comienzan su travesía hasta las playas de La Güera, donde son recogidos para partir clandestinamente hasta Canarias.

Junto a las vías del tren de hierro de Mauritania, los migrantes comienzan su travesía hasta las playas de La Güera, donde son recogidos para partir clandestinamente hasta Canarias. Julio César Ruiz Aguilar.

Bajo la luz de luna

Sin embargo, y a pesar de la facilidad de sobornar a autoridades locales, con el paso de los años, el control de la zona ha aumentado por la presión internacional. La Guardia Civil española tiene un contigente de 30 personas desplegado que trabaja en colaboración de la Gendarmería mauritana. EL ESPAÑOL solicitó formalmente a finales de enero patrullar con ellos para la realización de un reportaje. Sin embargo, y a pesar de que el Ministerio del Interior de España aceptó la petición, al momento de la finalización de este artículo las autoridades mauritanas todavía no han respondido.

Pero, igual que las tácticas de patrullaje han avanzado, también lo han hecho la de salidas de los migrantes. Según explica nuevamente Ifoukou, los cayucos salen cargados de gasolina desde el puerto artesanal de Nuadibú, donde se almacenan todos, sólo con el patrón del cayuco y sus ayudantes, que simulan salir a pescar. De esta manera son capaces de pasar los controles de la gendarmería y los guardacostas.

Después, rodean la península de Nuadibú y cargan a los migrantes en las playas desoladas del Sáhara Occidental, especialmente en las cercanías de La Güera, una ciudad que perteneció al Sáhara español desde 1912 y que hoy se encuentra abandonada. Hasta allí los migrantes llegan cruzando tan sólo tres kilómetros de desierto bajo la oscuridad de la noche.

Travesía de ida

Adeema Diallo ha estado ahí. Ha subido a un cayuco. Ha sobrevivido. Cuando habla, su voz es de metal viejo, pulida por la sal y el tiempo. "Si el capitán es bueno, llegas. Si no, te mueres", dice. Su primera vez fue hace cinco años. Subió a un cayuco con más de 130 personas. La embarcación era demasiado pequeña, demasiado pesada, y alguien en la tripulación se dio cuenta. Le dijeron que bajara. Aceptó. Lo intentó de nuevo después.

"Nos quedamos en la orilla dos noches. Luego nos hicieron subir, uno por uno. El capitán esperó hasta que la luna fuera oscura. Nadie debía vernos salir". Navegaron de día. De noche, echaban el ancla y dormían. "El problema no es salir de aquí. Aquí, el mar es fácil. El problema es cuando pasas Marruecos. Ahí es cuando el miedo empieza", sigue. En aquel viaje, no todos llegaron. El mar se tragó a algunos. Otros fueron interceptados. Adeema llegó a Tenerife. Le dieron agua. Le dieron ropa. Lo interrogaron.

"Éramos todos capitanes. No había un capitán. Era la regla. Nadie delataba a nadie". Pasó tres días en la comisaría, luego un mes en un centro de internamiento. Un día le pusieron un sobre con 50 euros en las manos y lo subieron a un avión de vuelta. "Cuando aterrizamos en Mauritania, me di cuenta de que nunca iba a llegar a Europa", sentencia. Desde entonces, ha vivido aquí. Ha intentado ahorrar, pero nunca lo suficiente. Si pudiera, pagaría un visado para Estados Unidos, pero no puede. Así que se dedica a mariscar. Sobrevive, dice. 

"Los que llegan a Europa creen que van a encontrar algo. Lo que encuentran es otra vida de mierda", explica. El trayecto hasta las islas puede durar entre tres y cinco días. Depende del clima, del combustible y en muchos casos del azar. Algunos cayucos se pierden. Otros son interceptados. Algunos nunca llegan. Hace un mes, un cayuco apareció roto, con varios cadáveres a bordo. Se habían quedado sin agua, sin comida, sin esperanza.

Adeema Diallo posa para la cámara de EL ESPAÑOL en el interior de su habitación.

Adeema Diallo posa para la cámara de EL ESPAÑOL en el interior de su habitación. Julio César Ruiz Aguilar.

Un ciclo sin fin

En el mar, no hay tiempo para la piedad. Se han contado historias de hombres que, al borde del delirio, saltan por la borda. No quieren morir de sed. Prefieren hundirse en el Atlántico. Los que sobreviven llegan a Canarias exhaustos, deshidratados, con la piel quemada por el sol y los labios partidos por la sal. Algunos llegan en silencio. Otros lloran. Otros se abrazan. Lo que sigue depende de la suerte.

Algunos son llevados a un centro de internamiento para extranjeros, donde pasan días o semanas antes de ser deportados. Otros reciben un papel que les da 30 días para salir de España, aunque después desaparecen. La mayoría sigue su camino hacia Francia, país con el que esta región de África occidental comparte idioma, o a cualquier lugar donde un hermano, un primo, un amigo pueda recibirlos.

Vista aérea del puerto artesanal de Nuadibú, donde duermen miles de cayucos cada día.

Vista aérea del puerto artesanal de Nuadibú, donde duermen miles de cayucos cada día. Julio César Ruiz Aguilar.

Y así se conforma un ciclo sin fin. En Nuadibú, otros ocupan su lugar, desde al menos el 2006, cuando comenzó la primera crisis de los cayucos. Llegan por la misma ruta. Preguntan por el mismo contacto. Buscan el mismo pasador. Se sientan en los mismos muros, con la mirada fija en el mar. La rueda no se detiene. En esta ciudad sin promesas, la espera nunca termina. El viento sigue soplando.