En menos de dos décadas una casa fue escenario de tres sucesos, uno de ellos horroroso porque el asesino mostró al vecindario desde el balcón los cuerpos ensangrentados de sus cinco hijos. Nueve muertos de forma violenta constituye el balance de la crónica negra vivida en un inmueble que se yergue sobre un antiguo cementerio.
Parece que la maldición acompaña a esta zona, a pocos metros de la madrileña Gran Vía. Ha sido trágico escenario de numerosos crímenes.
OCHO ASESINATOS Y UN SUICIDIO
El cruento historial de lo ocurrido en la calle Antonio Grilo, número 3, arranca con un caso sin resolver. El 5 de noviembre de 1945 Felipe de Breña Marcos, propietario del piso primero derecha, fue asesinado. Asaltaron su vivienda y, tras golpearle con un candelabro, lo estrangularon.
Era camisero de profesión y tenía 48 años. El cadáver, encontrado por la sirvienta y el hermano de la víctima, estaba encima de la cama y apoyado a la pared. Vestido, con la cabeza ensangrentada y un mechón de pelo en la mano. Daba la impresión de que hubo lucha antes de morir.
En la vivienda, toda revuelta porque habían robado, la Policía no descubrió pruebas evidentes que pudieran conducir a la detención de los autores. La muerte quedó impune. El suceso pasó desapercibido, puesto que los periódicos apenas publicaron nada al respecto dada la férrea censura imperante.
En el tercero derecha vivían Rufino Márquez y su novia, una veinteañera llamada Pilar Agustín Jimeno. Corría el año de 1964. Un día, al regresar del trabajo y despojarse de su ropa de calle, se llevó una desagradable sorpresa. En un cajón del armario se encontró, como si se tratara de una prenda más, el cadáver de un recién nacido. Su compañera, que le había ocultado el estado de embarazo, decidió ahogar al niño en la bañera tras el alumbramiento. A la vista del infanticidio cometido, enloqueció.
En medio de estos dos crímenes se produjo uno múltiple que todavía es recordado por los más antiguos de la zona. En el mismo piso donde falleció dos años antes el neonato, a manos de una madre desnaturalizada, tuvo lugar una degollina.
Era una mañana apacible. Primero de mayo. Fiesta Nacional del Trabajo. Uno de los pocos días entre semana en que el vecindario descansaba sin el ruidoso barullo habitual del mercado de Los Mostenses. Ahora, igual que entonces, cada amanecer los camiones, procedentes de la lonja, se estacionan malamente por la falta de espacio con gritos incesantes, claxonazos de diversas tonalidades y golpes contra el suelo. Descargan prestos las mercancías y sueltan el testigo a otros. Todo es estrépito y humareda.
Aquel día imperaba una tranquilidad absoluta. Un hecho inesperado la rompió por completo. Los más veteranos de la zona aún recuerdan lo que presenciaron aquella trágica mañana.
El vecino del tercer piso derecha, José María Ruiz Martínez, envió a la criada, Juana García, a la farmacia a por unos medicamentos. Cuando regresó con las manos vacías, dado que era festivo y no estaban abiertas más que las de guardia, le ordenó que marchara de nuevo en busca de una de estas.
La sirvienta, a su regreso, tuvo conocimiento de que se habían oído extraños gritos en su piso. Incluso una vecina había llamado por teléfono al sastre. Éste respondió que se trataba de una pesadilla de sus hijas.
La portera, Genoveva Martín, decidió subir y hablar directamente con él. Tras tocar el timbre se inició el diálogo.
–Abra la puerta, por favor.
–No, no quiero abrirla.
–A lo mejor pueden salvarse todavía
–Nada puede ya salvarnos. Búsqueme un cura para confesarme. Después quiero matarme yo también.
Temiendo lo peor marcharon a una calle próxima, en busca de una hermana de su esposa. Cuando las tres mujeres llegaron a la calle Antonio Grilo era tarde. La tragedia se había consumado.
El Departamento de Orden Público Local había recibido la llamada de una persona que afirmaba haber matado a toda su familia. Como se negaba a facilitar la dirección donde se había producido el siniestro hecho, el inspector de servicio fue alargando la conversación para que se dispusiera de inmediato un operativo policial. Finalmente consiguió su nombre por lo que, tras examinar rápidamente la guía de teléfonos, las sirenas empezaron a ulular.
Los agentes llegaron raudos al escenario de los hechos y subieron corriendo hasta el último piso. A través de la puerta hablaron con el protagonista del suceso, que seguía sin querer abrirla. Únicamente permitiría el acceso a un sacerdote dado que “ya todos los de mi familia descansan felices”. De nuevo las sirenas volvieron a sonar en busca de un religioso, mientras se daba aviso a los bomberos y al juzgado de instrucción de guardia.
Enseguida apareció el padre Celestino, que fue recogido a escasos cien metros, en la iglesia carmelita de Santa Teresa, junto a la Plaza de España. El cura dialogó de balcón a balcón con el parricida, que estaba en pijama, con abundantes manchas de sangre y una pistola en la mano. Trató de convencerle de que debía entregarse a la autoridad, al mismo tiempo que le instaba al arrepentimiento.
“Esto es para mí –decía a gritos el demente mientras agitaba el arma–, Dios no me lo tendrá en cuenta”. Quería la absolución, antes de quitarse la vida, pero exigía que el tonsurado fuera a verle en solitario a su vivienda. La Policía, que lo tenía en el punto de mira por si intentaba disparar de nuevo, indicó que hablaran por teléfono. La conversación duró unos cuantos minutos, durante los cuales el clérigo trató de persuadirle de que deseaba su bien, por lo que el acto desesperado que iba a realizar no conducía a nada.
MACABRO ESPECTÁCULO
De pronto la conversación se interrumpió. El numeroso público agolpado en los balcones y en la calzada asistió a unas escenas de película de terror. El perturbado se asomó varias veces al balcón mostrando uno tras otro los cadáveres de sus hijos, algunos horriblemente mutilados, con gritos de “¡Los he matado a todos!", "¡Tenía que hacerlo!", "¡Tenía que hacerlo hoy!", "¡Aquí están, podéis verlos!", "¡Los quería mucho!", "¡Ellos me obligaron!", "¡Lo he hecho para no matar a otros canallas!”.
El cura ascendió de tres en tres los escalones en un desesperado último intento por evitar el suicido. Debía tratar de convencerle de inmediato.
–Solo quiero que me confiese usted –solicitaba angustiado el parricida.
–Abre la puerta y dame esa pistola.
–La necesito para matarme.
–Entonces no puedo confesarte. Tienes que arrepentirte y darme la pistola.
–No puedo. Tengo que matarme. Es una orden… ¡Esos canallas!
–Vamos… ¡Dámela! –exigió el sacerdote a la desesperada.
Como toda respuesta, un seco disparo. De inmediato los bomberos reventaron la puerta con una piqueta.
El piso era un enorme charco de sangre. En el dormitorio del matrimonio, la esposa en la cama con la cabeza abierta a martillazos; junto a ella, en un moisés, una criatura de dos años degollada. En el cuarto de baño, una chica de 14 años tendida en el suelo con un balazo en la garganta. En una habitación interior, otra niña, de 12 años, fallecida de forma similar. Y en una estancia, que daba a la calle, dos vástagos, de cinco y diez años; el primero con un disparo y el otro con el cuello cortado a cuchilladas.
El autor de la masacre tenía un proyectil incrustado en la sien. Falleció en el quirófano de un hospital, al que fue traslado, antes de ser intervenido.
El suceso produjo honda conmoción. El semanario El Caso y vespertino Informaciones lanzaron ediciones especiales que se agotaron rápidamente en los quioscos. Un horrible crimen múltiple que fue tema de conversación en toda España.
MATANZA CON PREMEDITACIÓN
De 48 años de edad, era dueño de una sastrería muy cerca de su casa, en la calle de la Luna, número 16, encima del popular restaurante Casa Pascual. Llevaba casado quince años con Dolores Bermúdez Fernández y eran felices padres de familia numerosa. El negocio le marchaba bien. En su círculo era apreciado por su simpatía y corrección.
Empezó a mostrarse contrariado e irascible a raíz de que decidiera construir un chalet en Villalba, como segunda vivienda, con el fin de estar cerca de sus padres y hermanos. Dirigía personalmente las obras y tuvo continuos enfrentamientos con el contratista y los albañiles. Variaba de opinión cada día y al final nadie quiso trabajar para él.
Su carácter fue empeorando. Hasta que decidió poner fin a la vida de todos. Ideó una excusa para alejar a la criada del escenario de la tragedia. La envió a una farmacia. Después emprendió la matanza. Los disparos los efectuó con una pistola Walther calibre 6’35, no registrada. Utilizó también un cuchillo de cocina.
Los motivos: variados y a cual más desconocido. Llevaba tiempo obsesionado por el anómalo desarrollo de la construcción de su casa serrana. Creó en su mente una serie de enemigos imaginarios que le acosaban, según los especialistas que analizaron su comportamiento. Amenaza que se extendía a su familia, por lo que decidió matarlos a todos para ahorrarles sufrimientos.
Un auténtico ciclotímico que padecía una psicosis maníaco-depresiva, lo que derivó en un “suicidio colectivo”. Esta expresión la empleó el ilustre psiquiatra Juan José López Ibor, en unas declaraciones al diario Madrid, en relación con este suceso. El enfermo cree, dentro de su mundo irreal, que puede salvar a los suyos de una situación catastrófica.
Algunos vecinos de la zona recuerdan todavía que llegó a comentar que recibía mensajes de extraterrestres, que le empujaban a realizar cambios constantes en el desarrollo de las obras. Se le llegó a relacionar incluso con el caso Ummo, al igual que pasó con la marquesa de Villasante, la de 'la mano cortada', cuyo residencia estaba a pocos minutos de la casa del sastre.
Por aquel tiempo un grupo de aficionados a la ufología empezó a recibir una serie de llamadas telefónicas, seguidas muchas veces del envío por correo de informes mecanografiados. Versaban sobre diversos temas, principalmente eruditos, destacando por su elevado nivel expositivo y ausencia de contenido mesiánico. Datos y contenidos de tipo astronómico y geológico, cálculos matemáticos, fórmulas científicas, avances tecnológicos y otras materias.
Los autores, que afirmaban proceder del lejano planeta Ummo, decían haber llegado en tres naves discoidales para investigar a los humanos: costumbres, hábitos, culturas, lenguaje, etc. Describían las características de su astro y forma de vida de su sociedad. Al parecer, una de estas cartas enviadas la recibió José María Ruiz, que se empezó a interesar por dicho fenómeno ufológico.
Hizo llegar escrito al profesor José Luis Jordán Peña, uno de los fundadores de la Sociedad Española de Parapsicología y principal divulgador del tema Ummo. Fue leído en una de las célebres reuniones que se celebraban en los bajos del café Lyon, en una estancia denominada 'La Ballena Alegre', encabezadas por el investigador Fernando Sesma, creador de la Sociedad de Amigos de los Visitantes del Espacio.
Se ha pensado que el sastre después pudo temer la invasión de dichos seres extraterrestres y decidió matar a los suyos para salvarles de males mayores. Investigadores de lo desconocido han profundizado en su personalidad, llegando a las hipótesis más dispares.
Los aficionados a temas paranormales la consideran como una casa maldita, que arrastra un maleficio. Se han hecho psicofonías, güijas y otro tipo de experimentos en el inmueble para detectar la posible presencia de entes extraños. La realidad es que ninguno de los residentes en el mismo ha observado nada raro al respecto.
Edificado en el año 1859, su entorno también figura dentro del capítulo de crónica negra. Justo enfrente, en la parte que da a la travesía de las Beatas, estaba el puticlub Barra Americana, que ha funcionado hasta hace un tiempo, donde alternaba Jarabo cuando su cuádruple asesinato. El parpadeo del letrero verdirrojo y unas furcias entradas en carnes constituían el imán para el famoso pendenciero. Era cliente ocasional de las cafeterías Napoli, en la esquina con la calle de San Bernardo, y de Dos Passos, muy próxima, donde tomó sus últimas copas en libertad. Horas más tarde sería detenido. El patíbulo le esperaba.
Y debajo de dicho local de alterne, casi al lado, una cueva en la que se habían depositado un centenar de fetos. Hace unos pocos años, a causa de unas obras en lo que había sido una bodega, se descubrió una antigua clínica clandestina de abortos.
Una calle, Antonio Grilo, muy corta de extensión pero que ha sido escenario de varios asesinatos y truculentos sucesos en los tres edificios que la componen. La muerte sangrienta ha rondado esta zona del corazón de Madrid, edificada sobre un terreno en el que estuvo en el siglo XVI el beaterio de Santa Catalina de Sena y en el que había un camposanto. La violencia de los vivos ha alterado la paz de los muertos.
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