Me pasa con todos los perfumes que me compro. Llega un momento en el que dejo de olerlos, como si mi nariz los descartase. Escribo esto precisamente aquí y ahora porque el último perfume que adquirí fue el Noir Extreme de Tom Ford. Y también dejé de percibirlo. Aunque ya me han explicado que cuando nos ponemos perfume lo hacemos para los demás, no para nosotros, me cuesta acostumbrarme a que el resto distinga algo que yo no veo, no huelo, no siento. Sin embargo, me interesa el proceso de crear un aroma sabiendo que es efímero, que el envase perdurará pero la fragancia se irá desvaneciendo hasta desaparecer o, lo que es peor, acostumbrarse.
Me atrae la figura de Tom Ford por varias razones. Por su influencia en la industria de la moda durante dos décadas, al frente de Gucci e Yves Saint Laurent. Por acabar imponiendo su propia marca. Por ser de los primeros en desnudar a Jon Kortajarena y por devolver el eterno debate filosófico de la ética y la estética a las conversaciones post-cinematográficas. O sea, cuando hablamos de la película que acabamos de ver mientras nos zampamos una hamburguesa. Porque de eso es de lo que hablamos aunque no seamos conscientes de ello.
Por ser de los primeros en desnudar a Jon Kortajarena, por devolver el eterno debate filosófico de la ética y la estética a las conversaciones post-cinematográficas
Son muchos los autores que han debatido durante siglos sobre la ética y la estética. Podríamos resumir, siendo ya esa intención un atrevimiento casi insolente, que si la ética es el estudio de la moral y la conducta humana, la estética es la interpretación que el ser humano hace de esa moral, de su entorno, de su conducta, respondiendo a la percepción que obtiene a través de los estímulos sensoriales. Durante siglos ambos conceptos fueron de la mano hasta que los pensadores modernos definieron el arte como la expresión de la belleza. Un espacio sin moral, donde el único dios era la estética. Como si eso no fuese ya, en sí mismo, un juicio moral.
Estética y ética
A partir de ese momento, todas las sociedades han jugado con la estética para vender su ética. Incluso, la ausencia de la misma. Precisamente ahí es donde surge el debate. Ninguna sociedad ha tenido jamás ningún prejuicio a la hora de retratar la belleza, la felicidad, el bienestar. El conflicto surge cuando convertimos en arte la fealdad, la crueldad, el dolor y la miseria. Solo un arte poco estético, rompiendo con los cánones de cada época, puede hacernos reaccionar ante una realidad tan poco atractiva. El esteticismo, como movimiento artístico, aisló al artista de la sociedad para otorgarle el poder de buscar, individualmente, su propio concepto de belleza.
Esa es la libertad creativa que toda persona debería disfrutar. Sin miedos, sin censuras, sin boicots. En ese apartado podríamos incluir desde la denominada ‘estética del mal’ hasta la literatura de Palahniuk, Freaks de Tod Browning, Las flores del mal de Baudelaire o el cine de John Waters. Pero eso, además de enriquecer la oferta creativa, plantea otra discusión más ligada a lo apropiado, o no, de una determinada estética para difundir un mensaje concreto.
En la estética postmoderna, cuando hemos convertido la desesperanza y el fracaso de los modelos económicos, políticos y culturales en una excusa rentable, el arte acaba por hablar de sí misma porque no encuentra otro discurso en el que confiar
En la estética postmoderna, cuando hemos convertido la desesperanza y el fracaso de los modelos económicos, políticos y culturales en una excusa rentable, el arte acaba por hablar de sí misma porque no encuentra otro discurso en el que confiar. Y eso provoca que el creador esté más presente que su propia creación. Podríamos decir que durante casi medio siglo hemos percibido una estética basada en el fracaso del compromiso artístico y en la exaltación del proceso artístico. Hasta una película de Ken Loach acaba siendo, por encima de todo, una película de Ken Loach.
Como verán les he dejado cuatro párrafos para que puedan preguntarse ‘qué coño nos quiere contar este’ y la respuesta se puede resumir en uno: cuando la estética viola a la ética, el resultado podrá ser exquisito pero jamás llegará a traspasar la barrera de lo puramente bello. Y aunque dotar de estética artística al retrato de una sociedad corrupta, inmoral, agresiva y vengativa sea una postura ética, el discurso se desvanece como el mejor de los perfumes.
Siento que Tom Ford le da una vuelta de tuerca al discurso de la ética y la estética para volverlo a colocar en el mismo punto de partida
Puede que esta columna no se entienda hasta que no hayan visto Animales nocturnos, la segunda película de Tom Ford como director. O puede que sí, no lo sé. Pero siento que Tom Ford le da una vuelta de tuerca al discurso de la ética y la estética para volverlo a colocar en el mismo punto de partida. Eso lleva haciendo casi desde el inicio de su carrera como diseñador de moda pero ahora adquiere unas dimensiones estratosféricas con su ambiciosa faceta de realizador de cine. Siento a Tom Ford como un claro representante de la ética estética que funciona, en cualquiera de sus representaciones, como el aroma de un perfume. Atractivo al primer contacto pero inevitablemente perecedero. O lo que es peor, imperceptible. Es una estética tan efímera que acaba convirtiendo en efímero el propio discurso. Y el hedonismo no es buen activismo. ¿No creen?