Los veo y me entretengo imaginando su futuro. Empecé a hacerlo con Drew Barrymore, cuando después del éxito masivo de E.T. se entregó a las drogas y el alcohol. A partir de ahí, la historia es, como la de Michael Ende, interminable.
La relación que mantiene la infancia y la adolescencia con el mundo del espectáculo casi siempre ha sido conflictiva porque se alimenta un universo de vanidad y fama muy vulnerable al capricho, sin pilares sólidos, sin ningún filtro ni equilibrio. Y cuando esa popularidad llega en edades ya de por sí indómitas, el cóctel emocional tiene consecuencias ineludibles. En cualquier negocio, empezar a trabajar a los tres años es delito excepto en el mundo del espectáculo. Tiene su lógica. No se puede crear una ficción sin todos los elementos que conforman nuestra realidad. Esa es la referencia de toda creación para, a partir de ahí, reinterpretar.
Una representación artística sin niños, sin adolescentes, sin ancianos, incluso sin animales, ahora que el pensamiento animalista defiende que ningún animal esté sometido a la presión de un rodaje, es más falsa que la propia mentira. Por eso no entenderíamos que los niños y adolescentes desapareciesen de la ficción a la vez que no podemos negar que convertirte en ídolo de masas con doce años, ganar cantidades incalculables de dinero, sentir la tolerancia del entorno hacia tus caprichos, llegar a someter a tus propios padres -¿qué adolescente no ha soñado con eso?- es una adulteración de tu propia naturaleza, aunque solo seas consciente de ello en la madurez.
De repente, la niña ingeniosa y el niño gracioso se convierten en puro sexo, sin apenas transiciones; vamos. Ellas posan desnudas, ellos marcan paquete… cualquier reclamo sexual es válido
Si se fijan, la primera necesidad que acapara a todos los ídolos infantiles y adolescentes que se buscan un hueco en el mundo del espectáculo es romper con el estigma de su infancia, quebrar la candidez, desterrar de su vida esas interpretaciones cursis, redichas y generalmente sobreactuadas. Y siempre lo hacen de la misma y eficaz manera: sexualizándose. De repente, la niña ingeniosa y el niño gracioso se convierten en puro sexo, sin apenas transiciones; vamos, como en la vida real. Ellas posan desnudas, ellos marcan paquete… cualquier reclamo sexual es válido para que la audiencia deje de ver a los niños o adolescentes que fueron.
Curiosamente, ese despertar sexual es el que la serie de novelas juveniles Crepúsculo, con sus adaptaciones cinematográficas, intentó apaciguar. Utilizo el verbo intentar en pretérito perfecto porque, pese al indiscutible éxito de la saga, si le dan a elegir al presentador de un late night entre tener como invitada a Kristen Stewart o a Miley Cyrus, me atrevería a decir que todos optarían por la segunda. Pero volvamos a Crepúsculo y a su actor protagonista.
Robert Pattinson es un ejemplo curioso a la hora de tratar la representación de la adolescencia y la juventud en la ficción y el comportamiento de esos actores con respecto a su profesión, a la fama y a su carrera. Pattinson comenzó a trabajar como modelo muy joven, a los doce años, pero el éxito de Crepúsculo le llegó con los veinte bien cumplidos. Respecto a la ficción, a diferencia de los personajes creados por Anne Rice o los protagonistas de True Blood, los vampiros de Stephenie Meyer son sexualmente conservadores. Alimentan el morbo pero bajo ningún concepto sucumben a él. Eso es de seres irracionales, débiles, puramente instintivos. ¿Se acuerdan de Sarah Palin, la senadora ultraconservadora y actual respaldo mediático de Donald Trump? Pues le gustaba Crepúsculo. Continuo.
Pattinson, como su compañera de reparto y ex relación, protagonizaron, desde su juventud, una historia de vampiros que animaba a reprimir los instintos sexuales porque lo contrario podía acabar en desenfreno y violación. Los vampiros que se salvaban de la demonización eran aquellos que, como Edward Cullen, buscan o mantienen una relación monógama, heterosexual y sacramentada, sin dejar de arrastrar la culpa por haber sido sexualmente activos alguna vez, que el remordimiento siempre fue un buen mecanismo de control. Ese es el personaje de Pattinson: un vampiro que busca sexo conyugal.
Es como si Pattinson hubiese rodado, entre los veintidós y los veintiséis años, una saga de películas con los mismos valores que la serie de televisión que rodó Miley Cyrus entre los catorce y los veinte, con el handicap de que Pattinson no tenía la edad necesaria para impactar a su audiencia mostrándose como una repentina fantasía sexual. De ahí que él no pudiese pasar del candor al condón porque a los veintiocho años ya rozaría el ridículo. Lo que hace es romper con la saga de Crepúsculo, con sus oleadas de fans –eran mayoritariamente adolescentes femeninas las seguidoras de las películas- a través de la calma, apostando por directores de culto, sin buscar el escándalo, la foto ni el titular.
Un ejemplo es su último estreno, Z, la ciudad perdida, una película sobre Percy Fawcett, el explorador británico que, en 1925, desapareció buscando El Dorado en la selva amazónica. La película está dirigida por James Gray, director con cierto culto en Estados Unidos tras películas como Little Odessa. Pero es que Robert Pattinson ya ha trabajado con Anton Corbjin (Control, Life), Werner Herzog (Fitzcarraldo, Aguirre la cólera de Dios, La reina del desierto), David Cronenberg (Videodrome, Inseparables, Cosmopolis, Maps to the stars) y David Michod (Animal Kingdom, El cazador). Es cierto que aún no tiene un título en su filmografía que supere, en fama y repercusión mediática, a Crepúsculo pero tengo la intuición de que estamos ante una trayectoria de paso calmo y horizontes claros. Será cuestión de esperar.