Los tres galgos rusos cruzan el paseo. Esbeltos, elegantes, aristocráticos. Pasan justo por delante de su ventana. La mujer les sigue con la mirada hasta perderlos de vista. Luego se arrepiente. Mejor hubiera sido correr tras ellos, piensa, hablar con la cuidadora que, aristocrática también, de uniforme azul y delantal blanco, los sujeta con tres elegantes correas. ¿De dónde salen? Nunca los vio hasta ahora por la urbanización.
Todo es fruto de Leonardo Padura. ¡Esos dos borzoi paseando por las playas cubanas!, Mercader o Trotsky o Padura mismo, el hombre que amaba a los perros.
Ella nunca tuvo un amor especial por los animales, tampoco por los perros.
Aun así, un día y otro espera a que pasen de nuevo. Con la primera taza de café de la mañana, asomada al ventanal de la cocina que da al jardín y a la calle.
A lo largo del día recorre sin parar la casa grande, demasiado grande, ahora. Los muebles, satisfechos, la ven entrar y salir con el trapo del polvo. Limpia mesas y sillas, ordena los cajones de los armarios, una y otra vez pasa por todas las habitaciones, y solamente evita aquel despacho, lleno aún de papeles y libros que no le pertenecen. Friega la cocina, los armarios, el alicatado. Distribuye los botes, lo no perecedero, comprueba los alimentos de la nevera, pone en su sitio platos, vasos, cubiertos. Y así un día y otro día.
Cada mañana, con la primera taza de café, espera junto al ventanal que da al paseo y al jardín. Algún día tendré que ocuparme de las plantas, dice.
Todo es fruto de Padura, se repite, y su libro abierto que me acompaña mientras llega el sueño. ¿De dónde me viene, ahora, ese interés por los borzoi, esa pasión nueva, un enamoramiento absurdo por querer saber, por querer tocar, por abrazar, y esa soledad que dejan cuando desaparecen?
Y, al contrario, durante muchos días, es el momento del sillón y la lámpara, es contemplar un libro en el que se eternizan las hojas, es el momento en el que se paran los relojes, y la noche y el día se abrazan, sin saludos ni despedidas.
-Vamos señora, no se ponga usted así. Estamos a dos metros de su maldito muro.
Es cierto, ella sale de estampida, incluso con un objeto amenazante, hacia el jardín, y hacia esos cuatro obreros que preparan un trabajo en la calle.
-¡No me toquen el muro!, grita.
Cualquier transeúnte imparcial reconocería que todo es excesivo: la reacción de ella, y también la de los obreros, pues la discusión y los gritos continúan. Son una cuadrilla de trabajadores, uno de ellos, el capataz, que responde airadamente a la reacción airada, e inoportuna, de la mujer.
Hace demasiado calor. Los obreros amenazan con ese ruido insoportable del pico excavador que taladra la tierra, y los oídos, y la vida, y la paz del silencio. Demasiado calor. Ella se compadece. A las 10, los obreros se disponen a almorzar. Abren sus latas de sardinas, preparan sus bocatas de chopped o de otra cosa. Sus bebidas.
Ella sale a su encuentro, les invita a pasar al jardín. Aquí hace más fresco, a la sombra. Ellos aceptan, agradecidos.
Y luego la comida. ¿Por qué no entran a la cocina, y comen con más calma?
La obra dura ya demasiado tiempo, y cada día, los obreros, sin querer, sin saber cómo, de manera natural, se van apropiando poco a poco del jardín, verde y fresco; de la cocina, de la casa. Primero es un café ofrecido y recibido con apuro. Después, un vaso de agua, permiso para entrar al baño, permiso para buscar agua fresca del frigorífico. Más tarde, ayudan a cortar ramas, segar el césped, regar las flores. Pronto, no sólo ayudan, sino que deciden qué cortar, qué regar, qué sembrar. La hora de la comida es la hora de la cocina. Ya no traen sus tarteras de casa, sino la compra de comida fresca y buena. Uno de ellos, que fue ayudante de cocina, prepara para todos excelentes platos. Las bromas y las risas se suceden. Uno o dos se quedan a ver la televisión de sobremesa.
Viven demasiado lejos de esta obra de las afueras de Madrid. Hoy hay fútbol. Podían quedarse a ver el partido y dormir aquí, Así tienen que madrugar menos. Es que todos los días hay fútbol. Ya sabe, usted, el Mundial. Mejor así.
Una tarde, al anochecer, ella se atreve a hablarles de sus borzoi, que no son suyos, sólo los ama. Una especie de coup de foudre, inexplicable. Les dice que ya no los ve, que no sabe de quién son, que incluso duda si los vio alguna vez. Ellos responden que sí, que existen, que son muy hermosos. Que esa clase de amor es posible, y que ya volverán. Siempre ocurre, dice el más optimista. Cada uno tiene una anécdota que contar. Y es entonces cuando el capataz recuerda aquel episodio en el que un perro quedó atrapado en el ascensor.