El pasado viernes se cumplió el aniversario del mismo día en 1981, en el que, mientras se celebraba una sesión del Congreso de los Diputados, entró en él un grupo de Guardias Civiles al mando de un teniente coronel, D. Antonio Tejero, con la intención de constituir un gobierno de concentración que, al mando de las fuerzas armadas, acabase con el terrorismo insufrible que padecía España.
Se escenificaba un golpe militar que ponía en riesgo la democracia, en el que participan ilustres personajes del PSOE, del PCE, de la extinta UCD, AP y resto de fuerzas políticas, atraídas por la voluntad militar y convencidos de que no sería el fin de la democracia, sino un golpe encima de la mesa que eliminara el terrorismo, si bien, también había en el plan oscuros personajes que pretendían la involución a un Estado totalitario que finase con las ansias democráticas.
Sin sangre, sin altercados, sin más que una intervención de Su Majestad, las tropas se pusieron a sus órdenes, se posicionaron en defensa de la Constitución y, sin más, los golpistas se entregaron, asumieron sus responsabilidades y, con honor, exculparon a sus subordinados, asumiendo el ingreso en prisión y las condenas que les fueron impuestas, aceptando los Tribunales, las leyes y el Estado de Derecho contra el que parecía pretendían atentar.
Hoy, vivimos cómo una pandilla de malnacidos han intentado un golpe de Estado con la independencia de Cataluña, enardeciendo a las huestes, destrozando el material público, enfrentándose a los ciudadanos y a las fuerzas de orden público, en una actuación coordinada desde el poder en la que no sólo hubieron heridos, sino incluso muertos, dentro de una situación de enfrentamiento a la ley y al orden cercana a la guerra civil.
En este nuevo golpe, los dirigentes han huido como ratas escondidas en un maletero, con la anuencia del gobierno del momento, se le está dando cobertura social, económica y, finalmente, jurídica, rompiendo los principios de igualdad, respeto al Poder Judicial y a las Leyes, acatamiento constitucional, aceptando que los golpistas sean los que deciden el futuro de la nación y el gobierno de España.
Esta nueva forma de golpear la democracia y la Constitución de la siniestra no sólo admite la fractura legal, sino que acepta el riesgo de alcanzar un Estado totalitario; pero, claro, como es de la siniestra, la decencia, el honor, el respeto, el señorío son adjetivos que repugnan incluso más que el del errado que les da lustro y esplendor.
En aquellas fechas, el hoy curtido letrado, era un jovenzuelo que hacía la mili en el cuartel del Regimiento de Caballería Ligera Santiago núm.: 1 y fue consciente de la voluntad de actuar de sus mandos. Con el tiempo, tuvo en su manos el expediente judicial que se instruyó en la causa del 23-F y es consciente del error que ello suponía y el peligro que se corría; pero, ahora, en la nueva deriva golpista del independentismo catalán y filoterrorista de Vascongadas y de Galicia, me preocupa la falta de vergüenza que tienen estos desgarramantas y la inexistente fuerza, criterio y solidez que las fuerzas políticas mayoritarias y nacionales, tanto de izquierda como de derecha, demuestran.
No, no se trata de darnos golpes de pecho, ni de envolvernos en la bandera apartando al que no piensa exactamente como tú, ni de enfrentarnos entre los que, al menos tenemos claro que la unidad de España y la Constitución, te guste o no, son líneas rojas que no se pueden superar.
Tenemos la obligación de, diestros y siniestros, reconstituir los controles democráticos al poder, la generación de modelos de prevención de riesgos que dañen los principios constitucioanles, que fortalezcamos las posiciones frente al agresor o golpista sin mirar los colores, que un puñado de esquizofrénicos independentistas mononeuronales no puedan someter a todo un pueblo y, para eso, sólo la unión es el arma que permite la victoria.
A ETA no la venció la política, lo hizo la acción policial y, sobre todo, la unidad de las fuerzas políticas apoyando esa acción y sometiendo al asesino, por más que dejasen de matar, no por un acuerdo político, no por una cesión del delincuente, sino por la imposibilidad de hacerlo sin tener que asumir las consecuencias policiales de su acción.