El 11-S, los neoyorquinos presenciaron cómo dos Boeing 767 se estrellaban contra las Torres Gemelas y las destruían. Las imágenes de los dos grandes edificios colapsando y derrumbándose son de las que han marcado a toda una generación. Y sin embargo, no era la primera vez que ocurría, como cuentan Matthys Levy y Mario Salvadori en Por qué se caen los edificios (Turner). La vez anterior, el protagonista fue otro gigante no menos emblemático, el Empire State Building. El famoso rascacielos, que ya había sostenido en la ficción a King Kong, había sido considerado objetivo de posibles ataques durante la Segunda Guerra Mundial, pues se consideraba que un golpe contra ese símbolo de la grandeza norteamericana podía ser demoledor para la moral.
Paradójicamente, fue cuando estaba prácticamente terminado el conflicto cuando esa obsesión se convirtió en realidad, pero no a manos del enemigo. A las 8.55 del 28 de julio de 1945, un B-25 pilotado por el teniente coronel W.F. Smith Jr., un héroe de guerra, y con otros dos ocupantes a bordo, despegó del aeropuerto de Bedford (Massachusetts) para dirigirse al de Newark (Nueva Jersey). Hacía una niebla pésima, con un techo de visibilidad de tan sólo 300 metros, y la mayor parte del skyline de Manhattan era invisible.
No se sabe si por exceso de confianza o por si erróneamente pensó que se acercaba al aeropuerto de Newark, el B-25 se adentró entre los rascacielos, emergiendo de entre la niebla a tan sólo 120 metros de altura sobre la calle Cuarenta y Dos, lo que provocó el asombro y el terror de los viandantes que lo vieron pasar sobre sus cabezas. Comprendiendo lo que ocurría, el piloto intentó desesperadamente reducir la velocidad y elevar el aparato, pero tenía ante sí la mole del Empire State, y finalmente se estrelló contra él a la altura del piso 79, a 278 metros por encima del suelo.
La consecuencia inmediata (además de la muerte instantánea de los tres tripulantes) fue la apertura de un boquete en el exterior del edificio de 5,5 metros de ancho por 6 de alto. Las alas quedaron cercenadas por el impacto, y los dos motores salieron despedidos: uno de ellos atravesó el edificio desplomándose sobre la calle Treinta y Tres, sobre el estudio de un escultor, Henry Hering, que quedó totalmente arrasado por el incendio subsiguiente. El otro se precipitó por uno de los huecos del ascensor, llegando hasta el sub-sótano. Otro de los ascensores cayó al vacío con dos mujeres a bordo (una de ellas era una ascensorista en su último día de trabajo). Ambas sobrevivieron milagrosamente a 300 metros de caída, en lo que aún hoy es el récord de supervivencia de un accidente de estas características, si bien con graves heridas que tardaron meses en curarse.
Gracias a que era sábado por la mañana, el edificio no tenía la ocupación de un día laborable, por lo que sólo hubo que lamentar trece (catorce, según otras fuentes) muertos, pero la escena sobrecogió a todo Nueva York. Rápidamente, el edificio fue rodeado por bomberos y vehículos de emergencia, y el carismático alcalde Fiorello La Guardia sacudió el puño amenazadoramente al cielo desde el hueco abierto en la fachada mientras gritaba: "¡Les dije que no volasen sobre la ciudad!".
Aunque espectacular, el impacto demostró que la estructura del edificio, con una distribución de vigas y pilares que permitía la redundancia, era capaz de absorber la fuerza del choque. La confianza fue tal, que al lunes siguiente el Empire State abrió parcialmente, y los daños fueron reparados en un tiempo récord. Las autoridades, los arquitectos y los ingenieros tomaron buena nota de las enseñanzas del suceso, y se incluyeron en las medidas de seguridad en la construcción de rascacielos y en el control del tráfico aéreo sobre las grandes ciudades.
Entonces, con mayor experiencia y un mayor conocimiento tecnológico, ¿por qué en el 11-S sí cayeron las torres? Levy y Salvadori explican que, también en este caso, las estructuras respondieron bien al impacto, pero el elemento inesperado y decisivo fueron las bolas de fuego creadas por el derrame del combustible de los depósitos de los aviones. Eso, y que, cuando más allá del accidente uno se enfrenta a la racionalidad dedicada a hacer el mayor daño posible, es difícil prever todas las circunstancias: "Los búnkers de hormigón pesado pueden diseñarse para sobrevivir a casi cualquier evento explosivo, pero no queremos vivir y trabajar en estos búnkers opresivos. [...] El desastre de las Torres Gemelas permanecerá mucho tiempo en nuestra memoria, pero con el paso del tiempo volverán la confianza y la actitud abierta, cualidades inherentes al espíritu estadounidense. Con ellas regresará la posibilidad de nuevas formas de atentados sobre edificios que simbolicen este espíritu."