Al amanecer del 28 de febrero de 1887, una multitud se arremolinaba alrededor de la prisión del condado de Herkimer, en Nueva York, para presenciar el ajusticiamiento de Roxalana Druse, a quien la prensa sensacionalista hacía ya tiempo que se refería como Roxie Druse. La rea había sido encontrada culpable de, con la ayuda sobre todo de su hija, y la colaboración de sus dos hijos pequeños, disparar a su marido para, a continuación, y cuando aún estaba vivo, despedazarlo con un hacha, para luego ir quemando sus trozos en la estufa.
Las espeluznantes circunstancias del crimen, unidas al hecho de que no se tenía memoria de que ninguna otra mujer hubiese sido condenada a la horca, hizo del caso un fenómeno social. Por eso, toda la parafernalia previa pretendió dotar al momento de una especial dignidad. Pero todo se fue al garete cuando el cuello de Druse no se rompió al caer por la trampilla que se abrió bajo sus pies, por lo que sufrió una horrible agonía en la que durante un cuarto de hora estuvo pataleando y luchando por su vida, sofocada por la capucha que la cubría, antes de morir estrangulada.
El espectáculo horrorizó a la opinión pública, porque que una mujer se retorciera en la horca, levantándosele incluso la falda y mostrando las enaguas, se consideró intolerable. Había quien pensaba incluso que, dado que las mujeres no participaban en la elaboración de las leyes (no tenían derecho al voto), tampoco deberían sufrir la pena capital.
En todo caso, la polémica desembocó en el encargo, por parte del Senado estatal, de un informe para buscar un nuevo método de ejecución más humano, rápido e indoloro y, sobre todo, acorde con la imagen que se quería transmitir de un país a la vanguardia del progreso tecnológico. La comisión quedó integrada, paradójicamente, por tres personas destacadas por su gran labor humanitaria: el doctor Alfred Southwick, presidente de la Sociedad Dental neoyorquina e inventor de un dispositivo para reanimar eléctricamente a moribundos; el legislador Matthew Hale y Elbridge Gerry, nieto de un firmante de la Declaración de Independencia, también obsesionado por la electricidad y destacado activista en pro de los derechos de niños y animales.
Los tres elaboraron un informe, que contó con el asesoramiento de jueces, fiscales, sheriffs y médicos, que examinó el estado de la pena de muerte en el mundo, tras un prefacio en el que establecía la justeza del castigo, basándose sobre todo en su presencia en el Viejo Testamento. A continuación, hacía un recuento de 34 formas de ejecución de las que había registro, incluidas algunas tan rebuscadas como el ser disparado junto con una bala de cañón o el convertir el cuerpo del reo en un auténtico candelabro viviente.
Finalmente, el informe se detenía en cuatro propuestas, consideradas las más decorosas de las vigentes en ese momento en el mundo civilizado. La primera de ellas, la guillotina, "aparentemente la más misericordiosa, pero ciertamente la más terrible de contemplar": el hecho de que produjera una gran profusión de sangre se consideraba un grave problema.
El segundo método era el garrote, en ese momento en funcionamiento en España y sus colonias. El informe destacaba que era efectivamente una forma indolora y rápida de ajusticiamiento, sin profusión además de sangre, pero consideraba un exceso que el reo muriera bien por estrangulamiento, bien por rotura de la médula espinal. Incluso, el informe mencionaba el ajusticiamiento de un filibustero llamado López en La Habana, en 1857, quien habría tenido, según un testigo estadounidense, "una muerte tan rápida como fácil".
Sin embargo, a pesar de esas evidentes ventajas, el informe terminaba desaconsejando ese método por considerarlo demasiado asociado a la oscuridad de la Inquisición, sin que lo asumiera ninguna otra nación "cuya decisión pudiera ser considerada como un ejemplo instructivo". Otras dos formas de ejecución, el fusilamiento y la horca, fueron también desaconsejadas (la primera por las reminiscencias de la aún reciente Guerra de Secesión, y el segundo porque era, precisamente, el que había provocado aquella situación).
Finalmente, el informe recomendaba la introducción de la silla eléctrica. Siguiendo esas indicaciones, el 4 de junio de 1888, el gobernador David Hill firmó la ley que aprobaba este nuevo método, que fue puesto en funcionamiento, por primera vez y desastrosamente, el 6 de agosto de 1890, cuando William Kemmler fue literalmente carbonizado en la silla en una horrorosa agonía antes de terminar falleciendo. Sin embargo, la silla se convirtió en el método predilecto para un país considerado moderno, hasta que en los años veinte del siglo siguiente un nuevo intento de buscar un nuevo método "humanitario" introdujo la cámara de gas, y en los ochenta, la inyección letal. La capacidad de encontrar formas imaginativas de matar que puede generar el humanitarismo no deja de sorprender.