No hemos necesitado otros cuatrocientos años. En una semana ya está enterrado, empaquetado y mandado de nuevo a su lugar de origen. Cervantes era un marrón tan gordo como los restos de un crimen en medio de la calle, a la espera de que el juez levante el cadáver. Hace una semana, el 23 de abril, se retiró el del padre del Quijote y vuelta a la normalidad, que es el estado carencial en el que se regodea un país holgazán con sus referentes, al que le cuesta recordar todo lo que no sea la bravuconada del bobo del Congreso en la sesión de la mañana.
Al entierro hemos asistido políticos y periodistas, que en esto de las oleadas informativas estamos programados a la perfección. Ellos hacen la agenda y nosotros la difundimos. Ellos preparan el chocolate a la taza y nosotros lo servimos. Es dulce, suave, sabroso y calentito. Entra muy bien porque, hartos de la normalidad, el acontecimiento cultural en sobres monodosis rellena los huecos del fin de semana, entre el vermú y la copa.
El entierro de Cervantes, cuatrocientos años fallecido, ha sido una sardinada insuperable. Lo del Congreso, ni en el Gran Teatro Falla de Cádiz. Una fiesta de disfraces que subió por una hora a Cervantes a la presidencia y lo convirtió en rey pelele: empeñado en herir las conciencias de sus señorías, incapaz de hacerles un rasguño. Los diputados ya ha habían demostrado, durante la última legislatura -una de cuatro años, no de cuatro meses- que lo del manco de Lepanto sólo interesa a dos de cada diez españoles (CIS) y que como ornato está bien. Pero nada más.
Ya había demostrado el PP y toda su cúpula cultural que Cervantes no es para tanto. En febrero, nos convocaron a los periodistas para anunciarnos que ponían en marcha el plan de choque: buscar dinero para organizar los saraos. El Gobierno Rajoy no pondría un duro de los Presupuestos Generales, pero el dinero saldría de las exenciones fiscales al 90% para todas aquellas empresas que entendieran que había que celebrar, como fuera.
Así se presentaron ante la prensa: sin el programa cerrado, sin el dinero recaudado. Y con una advertencia: había que informar a favor y no en contra, para que las empresas entendieran que todo esto no es parte de La Gran Chapuza. “Todos debemos contribuir en el prestigio de la conmemoración y no precipitarnos en lo que hacemos o no hacemos. Así contribuiremos en el desarrollo del programa”, las palabras de José María Lassalle, secretario de Estado de Cultura, dando una clase en streaming sobre la libertad de prensa.
Ha tenido que morirse Cervantes cuatrocientos años después en plena crisis del bipartidismo y con el cortoplacismo en sus mejores momentos. La legislatura se agotaba unos días antes de arrancar el recuerdo del manco, qué político habría programado y atado un año -365 días- que no le corresponde. Hemos conocido dos ministros de Educación, Cultura y Deporte -el segundo más en funciones que en acto- ¿cuál de ellos se habría empeñado en la tarea de hacer algo de verdad?
Con la celebración del tercer centenario, en 1916, se aprobó la presencia obligatoria del Quijote en las aulas. También hubo fuegos de artificios y jarana cultural, pero un siglo después parece imposible creer en que estas cúpulas políticas que nos ha tocado sufrir determinen un decreto ley que no sea para satisfacer sus propias pitanzas. De hecho, es difícil no imaginarlas huyendo de la palabra prohibida: “Quijote”.
Entonces, ¿qué fue antes: los planes de estudio o los políticos? ¿Una masa crítica preparada en sus referentes para comerse el futuro o una masa política incapaz de responsabilizarse de la formación de su ciudadanía? ¿Una sociedad leída capaz de imponer la agenda a sus gestores o una clase dirigente que entrena en la deshumanización y desidia de todo lo que no ocupa lugar? Y, sobre todo, ¿qué fue antes, el olvido o el recuerdo? ¿Los huesos de Cervantes o la literatura de Cervantes?
Que nos gusta la ñapa, recordar a la fuerza, alicatar deprisa y corriendo, dejar al aire las vergüenzas y rasgarnos la camisa cuando no se ha recordado con la fuerza de los mares. España, pon en orden tus cunetas. Sueño con un país en el que no haga falta recordar a nadie, porque todos están presentes. Un país sin un organismo -fuera de toda transparencia- cuya tarea es recordar lo olvidado. Ojalá España se olvide de recordar a todos sus cervantes porque están vivos. De momento, españoles, Cervantes ha muerto. Circulen.
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